- Oclocracia
Alguien quería saber si constituye una aportación de México al concepto clásico de la democracia la actitud de ciertos gobernantes, incapaces de reconocer que la tolerancia deja de ser virtud cuando se lleva a los extremos. Aludía a los profesionales de la política, que al asumir los cargos públicos para los que se aseguran por lapsos que varían de tres a seis años una mesada generosa, sin tener que devengarla de manera honesta y esforzada, como ordinariamente lo hace el ciudadano común, “protestan” solemnemente, para efectos protocolarios, “cumplir y hacer cumplir las leyes”... pero que, ya en la práctica, optan, los muy comodinos, por el “laissair faire, laissair passer” (dejar hacer, dejar pasar) de los franceses; o, para decirlo en mexicano, por “nadar de muertito”.
-II-
No. Ni se trata de una invención novedosa, ni —¡lástima, Margarito!— la patente es mexicana...
La invención es tan antigua como el vocablo “demagogia”. Polibio, historiador griego, planteó, 200 años antes de Cristo, “la tiranía de las mayorías incultas para obligar a los gobernantes a adoptar políticas o a tomar decisiones o establecer regulaciones desafortunadas”. Rousseau, en El Contrato social —piedra de toque del concepto moderno del Estado—, habla de “la degeneración de la democracia”. Ambos utilizan el término “oclocracia”, a la que el filósofo escocés McIntosh, ya en el Siglo XIX, define crudamente como “la tiranía de un populacho corrompido y tumultuoso” o como “el despotismo del tropel”... pero nunca como el gobierno del pueblo, entendido como el consenso de la opinión pública con respecto a situaciones concretas.
-III-
Ejemplos de oclocracia, a lo largo de la historia, hay muchos. Uno de los más clásicos, el “¡Crucificadle!” de la turba que se pronunció, en Jerusalén, hace dos mil años, a favor de la crucifixión de un justo. Uno de los más socorridos, el de los árbitros de futbol que condensan su conocimiento de las reglas y su criterio para aplicarlas, en una sola máxima: “En las claras, lo que es; en las dudosas, a favor del público”. Y uno muy tapatío —y de rabiosa actualidad, además—, la actitud pusilánime de la autoridad municipal ante el fenómeno del ambulantaje en el Centro Histórico de Guadalajara, así como sus tronantes declaraciones de que “ahora sí” va en serio la aplicación de la ley.
(Los vasallos de los reinos en que se cultiva, modernamente, la oclocracia, saben muy bien, por cierto, aquello de “Perro que ladra...”).