Cultura

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Dos joyas retóricas

Uno de los discursos más socorridos por los políticos, cuando atienden temas relacionados con la cultura, es el que se basa en dos frases: “puertas abiertas” y “llevar la cultura a los barrios”.

Y es que, quien se presta a convertirse en servidor público, busca mostrarse como un elemento solvente para cualquier situación que implique la participación de la autoridad. Y en algún párrafo de su particular “manual de operación” se dice que las puertas deben estar siempre abiertas, para que a ellas, acudan los necesitados, una especie de práctica de aquella otra frase milenaria que reza: “dejadlos que se acerquen a mí”. Nada más erróneo en las políticas públicas que exige la sociedad de nuestros días: lejos, muy lejos de mantenerse en un lugar fijo, casi estadía real, al cual llegue el plebeyo, se requiere de servidores públicos que en lugar de mantener sus “puertas abiertas”, deben tener claro que entre sus principales compromisos con el cargo que se ostenta, está el de “tocar las puertas de los ciudadanos”, como única forma, verídica y sustentable, de entablar una relación entre gobernados y gobernantes. Hay que ir, conocer y detectar, para que sea posible un diagnóstico, y una vez evaluado el estado que se guarda, entonces implementar técnicas y sistemas de operación, integrales. Y no abrir las puertas de la oficina a esperar que llegue el necesitado.

Respecto a la otra joya retórica, la confusión y la perspectiva de quien gobierna con una política cultural de este tono, quedan al descubierto cuando, con orgullo inmedible anuncia que “llevará la cultura a los barrios”. Lo primero que asoma es un esquema de trabajo centralista, el cual se autocontempla como autoridad salvadora y proveedora que acude a las zonas de emergencia para aplicar paliativos a los marginados. Y en cuanto al concepto de cultura, se le asimila como si se tratara de un instrumento de evangelización o un recurso a través del cual es posible domesticar aquello que se tiene como salvaje.

El uso que damos a las palabras, y más a aquellas que entrelazan un discurso que se presume es de carácter político, sorprende ante la más mínima reflexión. La respuesta al porqué de su uso invariable no está en que se comparta el concepto o se crea fervientemente en su efecto de aceptación ciudadana, sino más bien responde a un desconocimiento de la naturaleza de lo que debiera ser una política cultural basada en la reactivación de las estructuras sociales. Pero quizá todavía en un nivel más elemental, la respuesta se finque en el hecho de que la cultura, como instrumento para la gobernabilidad y el desarrollo social, no ha sido proyectada como un agente de cambio fundamental, y de ahí que no aparezca entre las prioridades de la agenda política de quien gobierna.

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