Sábado, 07 de Diciembre 2024

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— Diego

Por: EL INFORMADOR

Era materialmente imposible que el desenlace del “Caso Diego” dejara conforme a todo el mundo. Su reaparición pública, una vez que sus plagiarios lo liberaron, el lunes pasado, al cabo de siete largos meses de secuestro, fue celebrada, si no con cohetones y jolgorio, sí, al menos, con un suspiro de alivio por quienes temían que el episodio —como ha ocurrido tantas veces en casos similares— derivara en tragedia. Empero, habida cuenta de que pocos mortales pueden parangonarse con las proverbiales “moneditas de oro” (y de que el plumaje del prominente político y abogado panista ciertamente no es de esos...), también hubo quien deploró que los secuestradores de Fernández de Cevallos se hubieran limitado a cobrar unos cuantos millones de dólares —“como quitarle un pelo a un gato...”— por su liberación.

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Las condiciones físicas (limpio, fuerte, entero, de buen color) y sicológicas en que Fernández de Cevallos hizo su triunfal reaparición en la escena pública, sugieren que, más allá del carácter “echado p’adelante” del personaje, no hubo saña por parte de sus captores. Del tono áspero de su segundo comunicado “de puño y letra” a sus familiares, enviado durante su secuestro, se infiere que el “suspenso” se limitó a las negociaciones para fijar el monto y reunir la cantidad exigida. Quizás el punto más patético haya sido la pasividad de las autoridades: un poco por la petición de la familia... y un mucho por su total incompetencia.

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De hecho, puesto que el propio Diego, en su momento, “como ciudadano”, soltó, casi como no queriendo, el “salta-perico” de que “la autoridad tiene una tarea pendiente” (impartir justicia, investigar el delito y eventualmente sancionar a los delincuentes), en la medida en que lleguen —¡si llegan...!— las respuestas a todas las preguntas que quedaron en el aire (¿quiénes son los “misteriosos desaparecedores”?, ¿tuvieron, en efecto, alguna motivación política —amén del interés económico— para realizar el secuestro?, ¿en qué otros plagios han participado?; ¿dónde tuvieron a Diego?...), olímpicamente  desdeñadas por un Fernández de Cevallos altivo, pleno de solvencia escénica, incapaz de mostrar el menor quebranto emocional, dueño de todas las tablas del mundo para estar —aun en estas circunstancias— a la altura de su espejo diario, como si acabara de regresar de unas largas vacaciones y no de salir de un drama cuyo desenlace hubiera sido incierto, se despejará la madre de todas las incógnitas: si la autoridad (y, por extensión, el partido de “el cambio” del que Diego es, paradójicamente, símbolo viviente), está a la altura de los retos... o si quienes la encarnan se limitan a ser, como sus lamentables predecesores, grandilocuentes merolicos de feria.

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