Jueves, 25 de Abril 2024

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Valsando un vals sin fin…

Por: Martín Casillas de Alba

Valsando un vals sin fin…

Valsando un vals sin fin…

“Y pensar que pudimos en una onda secreta de embriaguez, deslizarnos, valsando un vals sin fin, por el planeta...”, tal como deseamos hacer esto que sugiere el de Jerez, el poeta Ramón López Velarde (1888-1921), un hombre que murió a los 33 años de edad en la calle de Álvaro Obregón no. 73 de la Ciudad de México, donde ahora es ‘La Casa del Poeta’ que, por cierto, ojalá la puedan conocer cuando vengan a México para entender mejor esas ganas de valsar toda la vida, sin importar cómo vivía porque era, desde esa cáscara de nuez ‘el amo del universo’ y la nostalgia.

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Haciendo a un lado todo el ruido que nos amenaza allende el río Bravo, el fin de semana pasado tuvimos la fortuna de escuchar La Valse de Maurice Ravel (1875-1937), con la OFUNAM bajo la batuta de Josep Pons, director huésped que ha dirigido, entre otras, la Orquesta de Granada y la Nacional de España, para ofrecernos una versión de primera de esa obra donde conectamos y asociamos, durante su ejecución, el deseo de valsar sin fin por el planeta con ese poema musical que implica el deseo contenido y el placer de girar como un planeta, tal como lo sugiere la obra de Ravel que terminó de componer en 1920, justo después de la primera Guerra Mundial, para que toda Europa volviera a creer en sí misma, recordando la felicidad que implica el valsar y recordar el poema de la ‘secreta embriaguez’ de deslizarnos por ese espacio imaginario tomados de la cintura de nuestra pareja resistiendo así la fuerza centrífuga con esa sonrisa que es su sello, como sucede en estos casos y como siempre la imagino, feliz girando sobre nosotros mismos alrededor de la sala, como planetas de esa otra galaxia, mientras esperamos con ansias que Ravel concluya de una vez por todas con el deseo que provoca desde los primeros acordes, cuando parece que escuchamos ‘las cintilaciones del Zodíaco sobre la sombra de nuestras consciencias’, como decía el poeta de Jerez.

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Ravel lo compuso para que Sergei Diaghilev la acompañara con una coreografía, pues era el creador y promotor del ballet Ruso en el París de esos años. Por alguna razón que desconocemos, no la aceptó y Ravel se dio la media vuelta y la estrenó en su versión sinfónica el 12 de diciembre de 1920 en París.

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Casi un siglo después, la escuchamos con gusto porque logra llevarnos de la mano por un salón iluminado con su ritmo que incita girar con esa alegría que promete el vals como el que bailaban en Europa y el mundo entero desde el siglo XIX.

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Parte del silencio y pronto los acordes que lo identifican como vals; luego, divaga, seduce, acaricia la idea y aparenta irse por otro lado, por aquellas noches de luna, bajo el laurel de la India en la Villa Montecarlo de Chapala, lleno de poesía y de ilusiones, cuando creíamos en el perfecto estado de la felicidad, la misma que ahora vuelve a provocar si tarareamos su ritmo, acompasado y fluido como el agua fresca de la mañana.

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De pronto parece que hay unas nubes que pronto se dispersan, pues el ‘vals mata sombras’ y nos deja el campo abierto y luminoso de la fantasía para volver a ese salón, nuestro escenario, iluminando por el rostro de la pareja hasta desembocar en lo que sería el vals en toda forma con todo y su torbellino de buenos deseos.

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Contenido el vals en todos los sentidos, es decir incluido su ritmo y cadencia, resulta ser una pieza musical que reprime el desemboque enloquecido del amor, tal como sucede con los valses de Strauss, ‘el rey del vals’, que se constriñe durante el noviazgo antes de la avalancha para valsar el amor tan esperado.

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