Sigo convencido y reafirmo en tiempos de Olimpiadas, que el entusiasmo del mexicano peca de cándido por decir lo menos y peca de condescendiente por decir lo justo. Son innegables y dignos de celebrar los triunfos medallistas de los tapatíos como parte de la Delegación mexicana en Londres 2012 al obtener la plata. ¿O el casi bronce de los tiradores de arco, galardonados hasta con el Premio Jalisco? Luego del festejo se piensa si ese triunfo responde a un resultado de mínima equidad: Jalisco ha sido campeón nacional durante los últimos 12 años y ejerció recientemente su liderato, parcial, en los Juegos Panamericanos celebrados en esta ciudad. Queda sin ser descrito, todo el presupuesto público que un programa de estas dimensiones conlleva. Con esos antecedentes, históricos y sostenidos por más de una década, cualquiera podría concluir que la plata obtenida por los deportistas mexicanos es muy inferior al resultado justo. No pretendo la descalificación ni el “cascarrabismo” solo busco remitir a los esfuerzos hechos por tantos años y darle medida a la magra plata. Sin embargo, el hambre que como mexicanos tenemos de triunfo, empuja a mostrar un espíritu social de ganadores encabezado por el propio Presidente de la República, hecho eco interminable por las televisoras que con dosis inigualable de dramatismo convierten en héroe a quien se propongan, de tal forma que Iván y Germán son convertidos en nuestros, muy nuestros, Rómulo y Remo. Solo por comparar lo que sucede entre el deporte y la cultura, me viene a cuentas la figura internacional que ha conseguido ser el bailarín también tapatío, Isaac Hernández, quien ha triunfado en Estados Unidos y ahora, aclamado, es invitado a Europa, lo que es sin duda un gran éxito para todo México. Pero la cultura, todavía, no ha sabido vender tanto como el deporte.