Lunes, 18 de Marzo 2024

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Una vida pequeña

Por: Rosa Montero

Una vida pequeña

Una vida pequeña

A todos nos importa tanto nuestra existencia como si fuéramos los seres más relevantes del planeta. Todos anhelamos encontrar un sentido.

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Acaba de fallecer una amiga de mi madre llamada Lola Monte. Ha muerto bien, tenía 95 años. Ningún reproche al destino, por lo tanto. Era diminuta de estatura, y su vida también podría considerarse una vida pequeña, a pesar de la longevidad. La adolescencia en la guerra, la juventud en la hambrienta posguerra, muchos años trabajando como administrativa, una larga jubilación, un buen puñado de viajes con amigas que se le fueron muriendo, un amado perro que también se marchó, un gusto artístico innato con el que estuvo haciendo primorosos bordados y preciosas muñecas hasta que su mala vista le impidió seguir. Y es que cumplir tantos años, ya se sabe, es asistir a la progresiva desaparición de tu mundo. Nunca tuvo pareja, tampoco tuvo hijos, y esa extrema escasez de familia (por fortuna contaba con un sobrino) hizo que su soledad de anciana pareciera más sola. Carecer de descendencia, haya sido o no una opción voluntaria, te coloca en una situación un poco extraña en la larga línea de la vida. Por encima de ti se remontan generaciones y generaciones de humanos triunfantes que consiguieron mantenerse vivos hasta más allá de la pubertad, y aparearse, y tener crías sanas a las que alimentaron y protegieron hasta que a su vez se hicieron adultas y procrearon; y ese dilatado historial de éxitos se estrella ahora contigo (yo tampoco tengo hijos). Tanto esfuerzo genético para acabar en ese acantilado. Produce cierto vértigo, sobre todo cuando se mira desde el final.

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Lola, en fin, no inventó la penicilina ni pintó la Gioconda. Su vida es una más en el atronador tumulto de las vidas humanas. “Mi existencia no ha sido diferente en nada de la de mucha, mucha gente”, dice Iván S. Turguénev en su novela Diario de un hombre superfluo: “La casa paterna, la universidad, el servicio civil ostentando un rango bajo, la dimisión, un reducido círculo de amistades, pobreza aseada, placeres modestos, ocupaciones limitadas, deseos moderados: díganme, por el amor de Dios, ¿quién no conoce todo eso?”.

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Paterson, la última película de Jim Jarmusch, habla justamente de eso. De la pequeña vida de un conductor de autobús en una ciudad de Estados Unidos. De sus rutinas. De la relación con su pareja. Del ansia indefinible que nos aletea a todos dentro. Sueños de dicha, atisbos de belleza, la añoranza de una plenitud que en realidad nunca hemos conocido y que no conoceremos jamás. Paterson escribe poemas. Algún verso tiene encanto, pero tampoco son muy buenos. Esta película no narra la juventud de un hombre que se convertirá en un gran poeta laureado, sino que es la historia de un conductor de autobús que se jubilará siendo conductor de autobús y escribiendo poemas para sí mismo. Y, sin embargo, estoy segura de que concibe sus versos con la misma emoción y el mismo barrunto de grandeza que Shakespeare. Su futuro y sus ansias le importan muchísimo. A todos nos importa tanto nuestra existencia como si fuéramos el hombre o la mujer más relevantes del planeta. Todos anhelamos encontrar un sentido.

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La magnífica novela Stoner, de John Williams, muestra una de esas pequeñas vidas en toda su extensión. Un muchacho de pueblo que se convierte en profesor universitario, que tiene ilusiones y cree que el porvenir es un paquete de regalo a punto de abrirse para él; que se embelesa con la literatura; que ama; que odia; que se desilu­siona; que hace una carrera mediocre; que no alcanza ninguno de sus sueños. Y que, a pesar de todo, acepta su destino con serenidad y sin quejarse. Porque incluso la vida más diminuta está iluminada por la intuición de la belleza, que es ese don artístico que todos tenemos y que nos hace el mundo habitable. Stoner es sabio y es digno porque asume la realidad desnuda, la minúscula cosa que es vivir.

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Y eso mismo hizo Lola. Fue una guerrera infatigable, fue valiente, fue capaz. Fue una buenísima persona y siempre llevaba una sonrisa en los labios. Como Stoner, aceptó los logros y las carencias, y su anónima existencia no es en nada inferior a ninguna otra. Los constructores de imperios se mezclan con las modestas lavanderas dentro de la larga oscuridad. Todo es un leve sueño, todos somos pequeños en el inmenso e indiferente abismo del tiempo.

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© ROSA MONTERO / EDICIONES EL PAÍS, SL. 2017.

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