He venido carburando mentalmente la muy seria posibilidad de añadir algunos otros idiomas a mi bagaje lingüístico. No me decido aún por cuáles optar ni he definido, además del medio inglés y un octavo de francés que ya traigo, los que me resultarían más convenientes cuando el castellano ya no me está sirviendo para darme a entender con suficiente claridad. Comienzo a sospechar si la lengua de Cervantes no será una jerga medio moribunda porque, nomás para empezar, mis alumnos jóvenes me sorprenden cada día con una sarta de adiciones semánticas que entorpece nuestra comunicación y complica sustancialmente la fluida interlocución (un catrín eufemismo para decir que les entiendo la mitad de lo que pretenden exponer). Pero mis inoperancias actuales respecto a mi expresión verbal van más allá del asumido conflicto generacional; con que pida a mis pupilos que me aclaren qué palabra están sustituyendo con cada wey que profieren, o me iluminen respecto a la interpretación de su juvenil semiótica me es suficiente para retomar la conversa en cualquier asunto; no así con los cobradores telefónicos, que a punto me tienen de cancelar mi servicio, con tal de no seguir oyendo sus requerimientos, a las horas más insólitas e indecentes, a razón de catorce veces por semana, y tener qué aclararles con todas sus letras que se equivocaron de número, que Leonor Ramírez Gómez no vive en mi casa, ni le puedo dar recado porque no tengo siquiera la remota idea de quién pueda ser. Sería por ái de la quinta llamada, cuando me armé de una paciencia inédita para explicar a mi anónimo interlocutor que el número al que estaba marcando me había sido asignado recientemente y que, muy posiblemente (con toda seguridad), mi flamante nomenclatura telefónica perteneció en algún momento a la morosa y evasiva susodicha, quien no tuvo la precaución de notificar a sus acreedores que había mudado de aires y de línea. Le pedí, de manera igualmente atenta y persuasiva, que me hiciera la caridad de anotar en sus registros que doña Leonor, junto con sus hermanas, Guadalupe y Altagracia de idénticos apellidos, no podrían ser localizadas en ese teléfono nunca más, por lo que le agradecía encarecidamente y de antemano, que pusieran en orden su información y dejaran de contactarme con la intención de sustraerme información de la que no dispongo. Casi seis meses han pasado desde entonces, y es hora que no puedo librarme de semejante monserga, lo que me ha llevado a hilvanar algunas hipótesis, a cual más de peregrinas: o los citados emisores son sordos o presentan un severo cuadro de autismo terminal; o mi castellano es ininteligible, o de plano deberé recurrir a algún otro exótico idioma por el que me dé a entender con más precisión. En una de tantas llamadas, me topé con un empleado que pareció haber captado mis escozores y acogió de buen talante mis peticiones, asegurándome que haría lo procedente para evitar sucesivas indagaciones en dicho sentido pero, para mi mala suerte, el bien intencionado escucha no sabe escribir, o calzó la anotación en otro documento porque, a más tardar en dos días, una nueva llamada de los acreedores ajenos me advirtió que no me queda más que cambiar de número telefónico o, de plano, cambiarme el nombre por el de Leonor Ramírez, para que me informen cuánto debo y qué lapso me dan para pagarlo. Y, al parecer, no soy la única víctima de tan atosigante práctica comercial, pero sí la única dispuesta a aprender en todos los idiomas existentes, por si acaso alguno pega, la frase “se equivocó de número”.