Por Luis Ernesto SalomónTradicionalmente los mexicanos hemos tenido poca estima de nuestra capacidad como país. Nos percibimos como una nación que no alcanza los niveles superiores por una suerte de fatalidad. Octavio Paz, nuestro gran filósofo, o poeta, como él prefería trascender, apuntaba que la violencia de la conquista y un mestizaje que integró racial, pero no socialmente a la población podrían explicar, en parte, esta percepción. Sin embargo hoy, como producto de la apertura, el intercambio de información, de conocimiento, el flujo de mercancías y la migración, nuestra mentalidad ha ido transformándose. Nuestros jóvenes están cada vez más lejos de esa visión fatalista y toman en su voluntad el destino. La mentalidad mexicana se reinventa en las nuevas generaciones que mantienen un perfil cultural muy definido gracias a las profundas raíces culturales, pero son mucho más abiertos y competitivos. Aunque el tradicional gusto barroco que gusta tanto de las formas y los rodeos, se mantiene, hay un entendimiento con el sentido práctico de una realidad en donde lo que no se mide no existe, en donde los resultados se valoran más que las intenciones y tener es más relevante que ser. México ahora vive la mayor transformación cultural de su historia, y lo hace abierto al mundo. Este cambio trascendente es difícil de percibir desde la vida cotidiana, pero si tomamos perspectiva con algunos datos podremos darle su verdadera dimensión: Tenemos a casi 20 millones de ciudadanos emigrados, que no se marcharon a cualquier sitio, sino a los Estados Unidos, el centro estratégico del mundo. Y tampoco se fueron para nunca más volver, sino que mantienen una estrecha relación con sus familias que significa más de la mitad de la población residente en el territorio nacional; y por si fuera poco, aportan más de 24 mil millones de dólares a la economía. Sus hijos y nietos ahora acceden a colegios y universidades de calidad. Por otro lado, aquí hay una nueva composición de la empresa producto de la enorme inversión extranjera que ha introducido al país una mentalidad encadenada a la globalidad económica, que convive con las empresas familiares y un extenso tejido de pequeños negocios, y ahora posee modelos de desempeño mucho más eficientes que han dejado muy por detrás al sector público. La burocracia no responde al ritmo que impone la actividad económica privada. Además, el sistema público de educación ha dejado de ser un mecanismo eficiente de ascenso social, el privado avanza en modelos de repetición de conocimiento y las universidades se han rezagado en sus tareas naturales investigación y creación del conocimiento. Esto combinado con la migración produce que en nuestras grandes comunidades convivan personas con una formación muy contrastante. Por si estos elementos no fueran ya suficientes para dimensionar el fenómeno, hay que agregar el profundo cambio en el modelo de vida que nos ha introducido al consumo sistemático, el culto al dinero, la imagen y las emociones como motores de la actividad económica. En muy pocas partes del mundo se está experimentando un cambio tan profundo como en México. La buena noticia es que en términos materiales nos encaminamos a lo que los técnicos en economía denominan desarrollo, pero al mismo tiempo nos debatimos ante el riesgo de una enorme pérdida cultural. Nuestros jóvenes están tomando en sus manos el destino de una nación que estará cada vez más articulada al exterior. Su atención y movilidad está enfocada a sociedades que parecen hoy lejanas y su visión de futuro es angustiantemente práctica. Los chicos de los noventa serán los que lleven a México al desarrollo y quienes consoliden su legado cultural en el mundo. Hay que ayudarles a que lo hagan bien y que no se distraigan en banalidades.