Viernes, 29 de Marzo 2024
Ideas |

Magia

Por: Benito Taibo

El mago hace un pase con su varita por sobre el sombrero de copa y ¡aparece un conejo!

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Serrucha a la mitad a una dama y luego vuelve, milagrosamente a juntar los pedazos ante el grito ahogado de la muchedumbre.

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Puede adivinar lo que traes en el bolsillo, en la cartera, metido entre el calcetín.

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Sale de su boca ectoplasma, que proviene del mundo de los muertos y que vuela grácilmente por encima de la cabeza de los espectadores.

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Levita y hace levitar a su gentil acompañante.

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Hace malabares con brillantes pelotas rojas que aparecen y desaparecen a su antojo.

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Escapa de la camisa de fuerza, de dentro de la caja fuerte, de la polea que lo suspende por los aires.

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Y mientras tanto, sentado entre el público, un niño con los ojos abiertos como platos intenta descifrar uno a uno los misterios que en el escenario se van desarrollando.

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Pero cuando está a punto de llegar a una conclusión de cómo diablos hizo el mago para desvanecer al elefante, un nuevo milagro sucede y olvida cómo los engranajes de su cabeza fueron chirriando a marchas forzadas para descifrarlo, y se abandona al placer de la explosión de colores y de música que viene a continuación.

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A principios del siglo pasado, los ilusionistas eran las estrellas absolutas del mundo del espectáculo.

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Comenzaban los tiempos de la recesión económica, y aires de tensión amenazaban con una guerra en Europa. Todos los días, nuevos descubrimientos científicos asombraban al mundo, la luz, el cinematógrafo, los aeroplanos. Estaba comenzando una nueva era.

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Y los magos, llenaban los teatros con la promesa de la comunicación con los muertos, la telepatía, la levitación, la prestidigitación, los espectaculares escapes.

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Y todos abarrotaban los espectáculos esperando ser sorprendidos.

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Viajé hasta 1903 y vi a esos ilusionistas que aparecieron en el Auditorio Nacional. Nueve de ellos. Todos espectaculares.

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Me arrellané en la butaca y dejé que la magia y la estupefacción llenaran mis pupilas, mi corazón y mi cabeza. Y no perdí ni un instante en la absurda tarea de intentar entender el prodigio.

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Tan sólo lo disfruté.

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Y no sólo eso. Fui escogido entre el público para ayudar a cortar en dos a una bella asistente que insistía que la mirara a los ojos.

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Pero no podía. En el escenario, casi levitando, tomando fuertemente la correa que dividiría a la mitad esa caja donde ella se encontraba, tan sólo pensaba que el mundo merece de vez en cuando el enorme prodigio que significa el asombro.

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Y fui, durante dos horas, ese niño con ojos como platos que aplaudió hasta que le dolieron las manos.

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No hay truco. La magia existe. Yo estuve allí. A unos palmos de donde sucedía.

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Y me rindo ante su poder, su fuerza, su belleza…

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