Hoy no hablaré de política, ni de ninguna denuncia social, ni presentaré algún caso de los que llegan al correo electrónico. Trataré de aportar un poco al trabajo presentado el pasado martes aquí en EL INFORMADOR relacionado con el “olvido” legislativo para tipificar el feminicidio en Jalisco. Al hablar de violencia y sus múltiples expresiones prácticamente nadie se salva, en la actualidad hasta la tecnología ha sido facilitadora de los ataques y amenazas —anónimos muchas veces— de lo que retrata la realidad. Las cifras señalan que de enero a noviembre de 2011 en Jalisco se registraron 86 muertes de mujeres, lo que coloca al Estado en el cuarto lugar a nivel nacional en donde se padece más violencia en sus cuatro tipos: emocional, económica, física y sexual. El escenario principal ubica a las víctimas (mujeres) y victimarios (los hombres). Ahí es donde quiero compartir algunos datos interesantes. La agresividad y violencia parecieran sinónimos, pero existen diferencias importantes, según el escritor y psicólogo argentino Sergio Sinay, la primera es una energía necesaria para el logro de objetivos y la segunda es la característica destructiva que adquiere esa energía cuando no puede ser canalizada con facilidad y por el contrario es reprimida o descalificada. A lo largo de los años y generaciones muchos varones crecieron con la preparación de ser fuertes, proveedores, luchadores, protectores y triunfadores sin ser flexibles a estos parámetros que parecieran más bien colocarlos en el terreno de la represión y como lo dice el autor referido, “de la desvalorización de nuestra agresividad natural”. Lo anterior no justifica ninguna forma de violencia destructiva hacia la mujer y en casos poco vistos pero existentes, en el hombre, y que la psiquiatra francesa Marie-France Hirigoyen identifica en su libro Mujeres Maltratadas: aislamiento, control, celos patológicos, acoso, denigración, humillaciones, actos de intimidación, amenazas y agresiones físicas en todas sus variantes. Sin embargo, en la mayoría de estos hechos, uno de los fondos del problema recae, aunque cueste aceptarlo, en la desviación de la agresividad masculina hacia la violencia y la posterior respuesta del género femenino que Sinay define como violencia emocional. Ninguna sirve, porque la represión emocional a la que pueden estar sometidos ellos choca con lo “socialmente aceptable” y eso significa que un hombre enojado es normal, pero ¿un hombre triste? Y si a eso le agregamos las expectativas de las mujeres que fuerzan el papel de sostenedores en los varones, el resultado es una estimulación a la violencia masculina. El escritor distingue: “Con agresividad se construyen edificios y catedrales, se cruzan mares; con la violencia se hacen guerras, se somete al prójimo y se destruye la solidaridad”. Sí, hay una realidad y son las víctimas de la violencia que tienen que enfrentar a la burocracia, prejuicios y letargos en la leyes, pero también está la otra parte, ésa que aún se puede transmitir a las nuevas generaciones de mujeres y hombres y que clama un espacio de convivencia en donde las expresiones emocionales sean aceptadas a pesar de las diferencias sin solicitar permiso más que para construir una sociedad más tolerante.