De adolescente leí con entusiasmo las primeras novelas de José Agustín y conocí entonces aquel membrete que habría de acompañar al escritor por siempre: literatura de la onda. Aunque hubo otros escritores vinculados al término, sin duda José Agustín se convirtió en el representante más visible de ese tipo de literatura desenfadada y provocadora. Eran los tiempos del rock contestatario, la psicodelia, los ritos iniciáticos con las drogas, el “amor libre” y el movimiento hippie con el cual muchos chavos nos deslumbramos. La Onda, pues. Yo, por ejemplo, aspiraba a mis 15 o 16 años, platónicamente, a irme a vivir a una comuna en California a escuchar música mientras cultivaba mis propios alimentos y conocía las mieles del amor con chavas igual de alivianadas que yo. Nada de eso sucedió, por supuesto, y ni siquiera pude asistir al famoso Festival de Avándaro; pero en cambio, escuchaba todo el rock que podía, trataba infructuosamente de dejar crecer mi pelo, buscaba cómplices de mi edad y leía las pocas opciones que hablaban de esos temas en México. Revistas francamente malas como México Canta, y otras buenas, provocadoras pero efímeras como Piedra Rodante que apenas alcanzó ocho números antes de que la censura la alcanzara a ella. En esa revista recuerdo haber leído acerca del encarcelamiento de José Agustín, a quien se le acusó en 1970 por posesión de mariguana, cargo que lo llevó a pasar algunos meses en Lecumberri. Años después leí con más detalle lo ocurrido gracias a la pluma del propio José Agustín en su entretenido libro de memorias El Rock de la Cárcel, publicado en 1986. También había leído su temprano ensayo La Nueva Música Clásica, donde trataba de prestigiar al rock como una música relevante y de valía.Más tarde leí otras novelas y cuentos de Agustín (Se está haciendo tarde, El rey se acerca a su templo, Ciudades Desiertas, Inventando que sueño, Dos horas de sol) y hasta me animé con sus esfuerzos de reconstrucción de la historia reciente de México, agrupados en los libros Tragicomedia Mexicana I, II y III. Leí también algunos artículos que escribía en diversas revistas acerca de la música que siempre lo apasionó, el rock.Pues bien, aquel jovenzuelo insolente que no ha dejado nunca de escribir a su modo, cuya vida estuvo en riesgo hace unos tres años durante un acto multitudinario en Puebla, llegó el 19 de agosto pasado a la nada despreciable edad de 69 años. Aquel enfant terrible de la década de los sesenta se ha convertido —desde hace rato, claro está— en un hombre venerable que sigue en lo suyo, escribiendo. Sólo resta decir: felicidades.