La tribuna está fría. Los “¡sí se puede!” mexicanos y las batucadas brasileñas se ahogan en la inmensidad de Wembley y sus 86 mil asistentes. La mayoría son ajenos: no más de 15% de las butacas están vestidas de amarillo o de verde. Los aficionados compraron su boleto meses antes de saber que la final por la medalla de oro del futbol olímpico sería entre México y Brasil.Decepcionados de que su selección fue eliminada en el camino, los ingleses atestiguan con la elegante mirada impávida con la que pedirán una taza de té a las cinco de la tarde. Algunos pocos entusiastas desempolvaron sus sombreros charros de turista o compraron una bandera carioca en el camino.Los hotdogs están malísimos, los nachos igual, la pizza se defiende, pero no dejan meter cerveza a la zona de tribunas y pierde gracia eso de tener que tomarla junto a los baños en el circundante pasillo de cemento y a toda velocidad para no perder instantes del partido, sobre todo en uno donde el primer gol cae a los 28 segundos.No se cimbra Wembley. Se grita ¡Gooool! pero los mexicanos no contagiamos con nuestra emoción, que fue primero desconcierto ante lo inusual de una escena que conjuga postulados no creíbles: Brasil comete un error, México se adelanta en el marcador, podemos ganar. ¿Gol? ¿Fue gol? ¿”El Cepillo”?Ocho horas más tarde tengo mucha hambre. Estoy haciendo guardia para entrevistar a Luis Fernando Tena, director técnico de la selección que acaba de ganar la de oro. En el IBC (International Broadcast Center), un complejo de dos edificios donde durante 17 días son esclavizados seis mil periodistas de todo el mundo, lo que hay es un comedor industrial gélido que sirve ligas en forma de pollo, puerco, res, pasta o ensalada (y las vende como tales), y un McDonalds. Me rindo ante la cuora-páunda.Mis colegas están felices porque por primera vez en la historia del olimpismo, en el IBC han instalado un bar. Tiene menos personalidad que un salón de hotel donde se puede lo mismo montar una boda, un congreso de actuarios, una conferencia de prensa… o un bar. La necesidad alienta el conformismo. Nunca he visto tanta gente trabajar tanto tiempo tan seguido.Voy de regreso al estudio. “No vaya a ser que llegue Tena”, me presiono. Me lo topo al entrar: Luis Fernando, acompañado de su familia, busca los elevadores con cara de que no se ha dado cuenta de lo que acaba de hacer.El entorno tampoco ayuda: en el IBC suelen desfilar medallistas de oro, plata y bronce que caminan anónimos hacia las entrevistas con los reporteros de sus países. Para ellos son celebridades, para el resto son anónimos.En lo que le colocan el micrófono y lo terminan de maquillar saca el celular y lee en voz alta los chistes políticos que ya se inventaron por el triunfo de la Selección. Es sencillo, alivianado y tiene buen tino en el humor. “El mismo Flaco de siempre”, me resume admirado Toño De Valdés en voz baja.Quizá esta noche, cuando el Estadio Azteca se le postre a gritos y la frialdad de Wembley quede arrasada, le va a caer el veinte.