Por lo menos en la memoria, no se parecía a ninguna otra torre de Guadalajara. Sus formas y proporciones la hacían una silueta distintiva en el mero Centro de la ciudad. Los devotos de la Virgen mantenían, desde siglos, una ferviente congregación que a esa iglesia acudía asiduamente. Tenía una fachada muy curiosa, e inclusive ingenua, con dos portadas distintas y asimétricas. No se conoce, por lo menos por parte de este columnista, ninguna imagen que describa el interior de su sólida fábrica. Decía el ingeniero encargado de su demolición que costó mucho trabajo acabar con la recia construcción. Porque, es bien sabido, la vieja iglesia fue eliminada a mediados del siglo anterior para dar paso a la Rotonda de los Jaliscienses Ilustres que hoy conocemos. Nunca sabremos los términos de las negociaciones por las cuales el gobernador González Gallo logró acordar con el cardenal Garibi Rivera y con el INAH que se destruyera tan connotada y arraigada edificación religiosa que databa del siglo XVII. Sí sabemos, de primera mano, que el arquitecto Ignacio Díaz Morales incorporaba la subsistencia de La Soledad en su proyecto de la Cruz de Plazas y que, cuando el gobernador determinó que la iglesia sería demolida, renunció a hacer el proyecto de la plaza correspondiente, la que fue encomendada al arquitecto Vicente Mendiola y terminada por el ingeniero Miguel Aldana Mijares. Lo anterior da pie a una reflexión que tiene que ver con el planteamiento de Díaz Morales de la Cruz de Plazas. Está medio de moda denostar al arquitecto (quien, obviamente, ya no puede defenderse) como “destructor de la Guadalajara tradicional”. Habría que saber antes algunas cosas. Por ejemplo, que el arquitecto fue un firme opositor a las ampliaciones de 16 de Septiembre-Alcalde y de Juárez. Y por lo tanto habría que separar, de entrada, ambas acciones. Otro asunto es el del Palacio de Cañedo, situado a espaldas de Catedral y demolido años antes de que se materializara la Plaza de la Liberación. El propio Díaz Morales abogó en esa coyuntura, insistentemente y sin éxito, para que esa finca fuera reconstruida, usando las piedras originales, en otro predio. Ciertamente la Cruz de Plazas comportó la pérdida de un patrimonio considerable. La cuestión que queda para la historiografía seria y los análisis desapasionados y serenos es la siguiente: ¿qué se ganó, qué se perdió? En términos sociales, urbanísticos, arquitectónicos, patrimoniales. No hay un inventario puntual de lo demolido. Por ejemplo, sopesar que entre lo derruido para dar paso a las plazas estaba una finca de factura reciente, el Edificio Mercantil, que ocupaba toda la cabecera sur de la manzana frontera a Palacio de Gobierno y que, ciertamente, no armonizaba con el contexto. Otras, claramente, eran valiosas. En fin, se requiere, para evaluar esta etapa clave en el desarrollo del Centro de la ciudad, una perspectiva amplia e informada, ajena a las filias, fobias y prejuicios que impiden sacar conclusiones útiles y esclarecedoras. Por lo pronto, sabemos que la torre de La Soledad, de acuerdo con la voluntad de Ignacio Díaz Morales, bien hubiera podido seguir siendo una marca de identidad más en el Centro de Guadalajara.