Miércoles, 15 de Enero 2025

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La lenta vida en un juzgado

Por: Salvador Camarena

La lenta vida en un juzgado

La lenta vida en un juzgado

Hace una semana pasé diez horas en un juzgado federal. Asistí en calidad de testigo. Otras seis personas también fueron convocadas a la misma diligencia. Llegué puntual a la cita, que era a las 12:20 horas. Salimos de ahí a las 22:30 horas. Era mi primera vez, quedé invitado a no volver, y quedé absolutamente preocupado.

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La diligencia fue una colección de esos lugares comunes de lo que cualquier mexicano sabe, por los medios o por referencias de otras personas, que es nuestra justicia. Todo un catálogo de trámites y procedimientos, uno más barroco que el otro; rituales anquilosados. Y folclor, mucho folclor.

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Para empezar, la audiencia comenzó dos horas tarde. Alguien tuvo la osadía de decir, “pero ¿no que los juzgados cierran a las 3pm?”. Cierra el edificio, pero los juzgados siguen su paso de paquidermo aburrido mientras el señor juez, al que por supuesto los testigos ni de chiste vimos, le dé la gana que la audiencia siga.

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Uno de mis compañeros de esa jornada se avivó y pidió al abogado que nos pastoreaba ser el primero en declarar, pues tenía una cita a las 5pm. Yo también tenía una cita, mi participación semanal en el programa Al Cierre de El Financiero, con Leonardo Kourchenko, Enrique Quintana y Luis Carlos Ugalde. Tenía que estar a las 915 pm en el Sur. Sí la hago, pensé. Ja. Iluso de mí.

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A pesar de que los abogados lo solicitaron, el juez no nos permitió que, acabada la sesión de preguntas de ambas partes, cada declarante se retirara.

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Uno de los aspectos más ridículos de la comparecencia fue que, después de que habíamos estado durante dos horas juntos, los testigos fuimos separados cuando ya iban a iniciar los interrogatorios. Debían impedir que nos comunicáramos entre nosotros, dijeron. Vaya. Así que hubo que pedir, “de favorcito”, sillas y bancos para colocarnos en medio de oficinas, despachos o pasillos, donde permanecimos “aislados” durante más de ocho horas. Aislados con celulares, ajá.

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Como fuimos incrustados en distintos cubículos, a unos tocó la suerte de escuchar hablar del caso Ficrea pero otros, como yo, debimos soplarnos largas discusiones sobre cuál era el mejor regalo de día de Reyes para un bebé de 2 años, si a alguien le tocaba ir por los chescos (en realidad una bebida supuestamente energetizante de color verde Hulk) porque el otro se quejaba de que siempre iba, y morir de envidia ante la chuleta que uno de esos funcionarios se comió, cebollitas y chiles toreados incluidos, al lado de voluminosos expedientes y frente a un citatorio desplegado en la pantalla que nomás no sé cuándo llegará a su destinatario, de tan lento que iba la redacción del mismo ese día. Yo comí tres donas Bimbo.

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La declaración de cada testigo no duró más de 40 minutos, pero cada una de esas personas hubo de dedicar nueve horas a esperar. De los errores de captura de la declaración no vale la pena ni hablar.

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Sé que alguien considerará que esta queja es fresa o trivial. Al contrario. Como me dijo Kourchenko cuando le avisé que no podría llegar al programa, es una más de las razones por las cuales nadie denuncia, por las que no hay debida justicia.

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Y al pensar que de ese sistema judicial tendremos que pasar al de justicia oral, me parece que sería menos tortuoso que México se sumara a la carrera espacial. Exagero, pero poquito.

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También vi durante esas horas a gente dedicada: hombres y mujeres que durante largas horas revisaban expedientes y hacían anotaciones. Eran los menos.

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