Winston Churchill tenía razón: “La democracia es la peor forma de gobierno hasta en tanto no se invente otra mejor”. Probablemente, en el fondo de su aseveración estuvieron las reflexiones de Karl Loewenstein respecto a que Hitler a través de métodos democráticos terminó con la democracia de la República de Weimar y el realismo de Hans Kelsen que sostenía: “La democracia es la forma de Estado que menos se defiende de sus adversarios”; ya que, para ser fiel a sus principios debe “tolerar también los movimientos dirigidos a la destrucción de la democracia”. Quizá mucho de las imperfecciones de la democracia tengan que ver con la necesaria y conflictiva relación que en el fondo tiene con los partidos políticos: los promueve, los protege, los constitucionaliza y los financia. Luego, éstos se lanzan contra quien los creó, los formó, los protegió y los sostuvo. Una relación ingrata, sin duda (peor que la de una esposa infiel con su marido). ¿Cuántas veces no hemos escuchado que en México los partidos políticos han tomado de rehén al Estado y a las autoridades de sus órganos de gobierno legítimamente constituidos (fenómeno conocido como Estado de Partidos)? El problema es que ahora, —ya no conformes con eso— de manera impune han convertido también en su rehén a la propia democracia: el pasado martes, los líderes partidarios del auto denominado “Movimiento Progresista” amenazaron: “Si no se invalidan las elecciones presidenciales las consecuencias van a ser graves (…) sin descartar que se llegue a presentar algún estallido social”. ¿Hasta cuándo se van a seguir tolerando estas amenazas y prácticas que parecen no tener regulación ni límites? En otros países, a esos partidos ya se les hubiera declarado su inconstitucionalidad (modelo alemán) o su ilegalidad (modelo español) y se les hubiera prohibido. El problema es que en nuestro país el sistema de control de la constitucionalidad o de la legalidad de los partidos políticos es bastante impreciso, limitado o inexistente. Sobre todo cuando se refiere a la violación de los principios consagrados en la Constitución, o a la comisión de conductas y prácticas que caigan en la ilegalidad o atenten contra el Estado, sus instituciones y la democracia. En los últimos 12 años, a paso sostenido, México ha venido construyendo una democracia fraudulenta: no sólo porque no responda expectativas, sino porque existen algunos que con el fantasma del “fraude electoral” hacen fraude contra la democracia. Por eso México en la Encuesta 2011 de Latinobarómetro está en el último lugar en grado de satisfacción con su democracia; y en el penúltimo de los que piensan que “la democracia puede tener problemas, pero es el mejor sistema de gobierno” (democracia Churchilliana). ¿Hasta cuándo el IFE aplicará las atribuciones que le dan las Constitución y las leyes para cancelar el registro a los partidos en los que la conducta de sus militantes y dirigentes van en contra de los principios del Estado democrático? El dilema de la democracia nos habla de su encrucijada cuando no puede limitar las libertades de quienes en su marco realizan actos destinados a destruirla y de si debe o no defenderse de quienes la atacan. Ante tal encrucijada, la única salida posible es cancelarles a sus enemigos el derecho a actuar en la arena política.