Miércoles, 22 de Enero 2025

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La culpa

Por: José Luis Cuellar de Dios

La culpa

La culpa

Dada nuestra condición humana, nunca debemos sentirnos exentos de ser prisioneros de inimaginables vericuetos que nos conducen a actuar contrariamente a nuestros principios; tener un hijo(a) con discapacidad abre las puertas a comportamientos inducidos por sentimientos ambiguos: la guerra o la paz, la dicha o la desventura, la oscuridad o la luminosidad, la fidelidad o la traición, victima o elegido. El caso real de Laura y Alejandro —nombres ficticios— es un ejemplo de estos riesgos y sus consecuencias. Por principio de cuentas un peligroso supuesto: ninguna pareja se casa considerando que pueden tener un hijo con discapacidad —ni mencionarlo—.

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Como lo inevitable siempre actúa con puntual precisión, en algún momento, indefinido pero inexorable, inmediato o posterior al nacimiento del hijo con discapacidad, hace su presencia, fatal e inmisericorde, la búsqueda de un “culpable”. Al escuchar a los médicos atribuir el caso a un “accidente genético”, se da por hecho que el suceso significa una desgracia y en consecuencia hay victimas. Lo primero que la mente impulsa es la ofensiva e irracional búsqueda de los antecedentes familiares de mamá y papá. ¿Será la familia materna aquella en donde existe algún caso? ¿En la genealogía de la familia paterna esta registrado evento similar o parecido? Búsqueda inútil de filo cortante que hiere profundamente, primero al recién nacido, después a todos los involucrados, hablamos de una posición discriminatoria y artera en la que mucho influye la cruel opinión social: ¡nació mal!, se escucha decir con toda su carga ofensiva, ¿será que hay alguien que nace bien? Perdón por la insensata digresión: ¿Stalin, Hitler y Mao, los peores genocidas de la humanidad nacieron bien?

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Laura y Alejandro, padres “primerizos” de un hermoso chico Down, fueron victimas de la presión familiar y social. Apareció en los antecedentes familiares de los padres de ella, un pariente lejano que había presentado una discapacidad, ni siquiera Down; el descubrimiento fue aliento para que en lo profundo de los meandros de la mente de Alejandro se instalara la certeza de que Laura era la culpable de aquella desgracia; los abuelos paternos, confundidos e insensibles, se solidarizaron con su hijo; los murmullos de esa familia y de los amigos cercanos se convirtieron en una Babel ensordecedora que pronto se convirtió en dedo acusador; la presión hacia Laura fue insoportable. Ella se dedicaba en cuerpo y alma al cuidado de su hijo, había encontrado en él razones para sentirse orgullosa, una especie de luminosidad espiritual la guiaba. Alejandro, en cambio, se fue distanciando poco a poco de su esposa, lo invadía una inasible y etérea sensación de fatiga, inseguridad y desencanto. Pasó el tiempo, ahora Laura trabaja en un despacho de contadores, su hijo, Manuel —no quiso el papá llamarlo como él— tiene seis años, irradia simpatía y cada vez se supera mas. La pareja vive divorciada. Él se volvió a casar, no quiere tener hijos; ella, en una sociedad misógina, no tiene pareja, es mamá de un hijo con discapacidad.

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