Era el Dies Dominicus, el día del Señor, el día de asistir a misa, la oficia un sacerdote que no cesa en trabajar por la regeneración moral de la sociedad a partir de un magisterio ejemplar de alto contenido espiritual, se llama Juan Pedro Oriol, inteligente y con visión oracular, un sacerdote cabal. Le ayuda a oficiar, como monaguillo, Juan Pablo Salmón, un maravilloso chico Down sereno, generoso y perseverante, de proceder apacible, un apóstol de la igualdad, como todos ellos. Es una experiencia que hemos pugnado en este mismo espacio para que se convierta en un ejercicio frecuente que aporte significativamente a la anhelada inclusión, piedra angular para el colectivo de la discapacidad. Ese domingo coincidieron, en el rito de la Santa Misa, las virtudes innatas y las adquiridas; un sacerdote que lleva su vocación en el cerebro, en el corazón y en sus genes, y un joven que guarda en su ser la grandeza de espíritu. Un ministro de la Iglesia Católica, admirable por la coherencia de sus actos, y un joven que cotidianamente da lecciones de humildad; ambos, al margen del ritual, nos convierten en testigos de un acto sencillamente profundo: solidaridad con la discapacidad que indudablemente es la práctica de la verdadera caridad humana. La importancia de este ejemplo va más allá de lo anecdótico, ya que puede convertirse en una importante plataforma de despegue para la inclusión del colectivo de la discapacidad a partir de participación decidida y perseverante de la Iglesia. Lo que ese Dies Dominicus Juan Pedro y Juan Pablo nos participaron, ha sido una invitación de apoyo al colectivo de la discapacidad que esté inspirada, en principio, por un soplo de clemencia y caridad; el tema de la discapacidad no debe considerarse ajeno de algún otro, es un asunto de compromiso general recompensado por una gran satisfacción espiritual para el ser humano; es, dicho con expresión cristiana: ayudar al prójimo más necesitado. De generalizarse esta práctica y convertirla en prioridad, estamos hablando de ejercicios de inclusión que no sólo deben convivir, sino –por norma– mezclarse y confundirse. Hace falta un trabajo general en la sociedad de franco fomento de prácticas de inclusión a las personas con discapacidad, prácticas que al fin de la jornada se conviertan en una creación cultural; bienvenidas todas aquellas que busquen este objetivo. Por lo pronto, Juan Pedro y Juan Pablo nos han enviado desde su trinchera un mensaje de clara solidaridad donde se priorizó la inclusión por sobre ciertas tradiciones. La asistencia vivaz y enriquecedora de Juan Pablo significa un mensaje de estímulo eminentemente espiritual que por sí mismo se encargó de diluir las fronteras de la exclusión. Es de suponer que de generalizarse esta práctica, en ésta y en todas las parroquias y templos, nadie saldrá ubicado en la perjudicial indiferencia hacia las personas con discapacidad, pues se logran borrar las fronteras de la siniestra discriminación con el imperativo quehacer de la religión del amor cristiano. Al margen del aliento espiritual, ese día del Señor ha sido un tanto diferente, ha sido un testimonio vivido, emotivo y al mismo tiempo maravillosamente esperanzador. Alguien dijo, con acierto, que Dios está en los detalles; se ratificó ese domingo, pues muchos de los que captaron el mensaje de inclusión, salieron con el alma renovada. Quizá lo que pocos se dieron cuenta fue el guiño que Dios les ha hecho a Juan Pedro y Juan Pablo. Amén de los amenes.