Por Xavier Toscano G. De QuevedoEn los primeros días de julio, la ciudad de Pamplona vivió una vez más su tradicional y centenaria feria de San Fermín. Fueron principalmente nueve días en los que su población y la afluencia de visitantes llenaron exponencialmente las calles de la ciudad, en lo que indudablemente representó una derrama económica muy importante para el erario, pero que en el aspecto estrictamente taurino —motivo central de éstas festividades— cada año que pasa, decrece alarmantemente y sus corridas de toros tarde a tarde, van interesando cada vez menos a los que inclusive —la mayoría en completo estado de ebriedad— asisten a la plaza de toros de Pamplona. ¡Es que el mundo ha ido cambiando! Podrán opinar muchos, y principalmente aquéllos que no saben respetar, ni conocen, tampoco entiende y nunca han gustado de la fiesta brava, y que únicamente asisten a la feria de San Fermín, atraídos por esa sensación de fiesta, de libertad, de hacer lo que les plazca en las calles, convirtiendo a la ciudad de Pamplona en un simple “carnaval callejero”. De todos los puntos de España, y de los rincones más alejados del mundo, centenares de miles de personas acuden cada año atraídos e intrigados por lo que para ellos estas fiestas suponen: Muchos van para corroborar lo que el escritor Hemingway narró en sus novelas, otros para conocer de primera mano lo que sus amigos les han platicado, y muchos más —seguramente la mayoría— atraídos por esa orgía de alcohol, locura y libertinaje en que la han convertido en los últimos años. Hoy las imágenes —que se difunden rápida y explícitamente por todo el mundo— nos muestran una ciudad en la que prácticamente se puede hacer de todo, a cualesquier hora y en cualquier lugar, en donde aparece miles de personas que poco, o más bien dicho nada saben de toros, y cuyo mayor interés —algunos imprudentes y otros más temerarios— es abarrotar las calles durante los “encierros”, consiguiendo entorpecer a los verdaderos corredores, poniéndoles en muy serio peligro, al igual que a ellos mismos, y así, con su vulgaridad e impertinencia, han venido estropeando una ancestral tradición, la que, hasta la llegada de ésta funesta y adversa invasión, era un bellísimo y emocionante espectáculo. Acordemos que los encierros de San Fermín, cuyo verdadero origen es medieval, eran la “entrada” que hacían los pastores navarros, conduciendo los toros de lidia, desde las dehesas de La Ribera hasta la plaza mayor de la ciudad que por aquel entonces se arreglaba para que sirviera de coso taurino. Hoy los “encierros” están convertidos en foco de atención y gran noticia en los medios de comunicación alrededor del mundo, que dedican un espacio para comentar en detalle lo que sucede cada mañana desde la salida de los toros en la cuesta de Santo Domingo y hasta su llegada a los corrales de la plaza, pero más enfáticamente —con un morbo obsceno e irracional— dar cuenta de los lesionados y heridos de cada día. Pero eso sí, mostrando un notabilísimo y absoluto desconocimiento del Espectáculo Taurino, una incompetencia e ignorancia de la temática de la fiesta brava, por lo que, del verdadero fondo de estas fiestas, que son “Las Corridas de Toros”, no dicen nada, no informan nada, ni publican una sola imagen. Y, desgraciadamente, nadie en esta época se pone a reflexionar y mucho menos a recapacitar que los “encierros” no son más que el preámbulo de lo que es, el principal acontecimiento del día: “La Corrida de Toros”, es decir, la lidia de esas reses que por la maña se trasladaron desde los corrales y hasta la plaza, para llevar a cabo ese mágico ritual, tan antiguo como enigmático y sorprendente, pero que hoy lamentablemente, no lo tienen en cuenta, prácticamente nadie de los que asisten a la plaza de toros por la tarde, y mucho menos los que continúan —perdidos por el alcohol— vagando como zombis por las calles de Pamplona. En la actualidad muy poco de lo que sucede dentro de la plaza de toros de Pamplona es muy ennoblecedor para el Espectáculo Taurino. Claramente se puede ver que casi la totalidad del público que acude a los tendidos, lo hace más que nada como una parte del programa festero. Pertrechados de grande ollas con todo tipo de viandas — ¿bocadillos?— enormes botijas y recipiente con la más variada selección de bebidas alcohólicas que ingieren, tiran y utilizan para bañarse, importándoles realmente un comino, la labor de los toreros, y lo que dentro del ruedo sucede. Van a lo suyo: a comer, beber, cantar y reír, sin mostrar ningún respeto por el torero, y por su majestad el Toro Bravo. Los festejos en Pamplona seguirán siendo una atrayente seducción para el mundo. Eso es indudable, pero así, como son importantes sus “encierros”, más trascendental es lo que sucede en la plaza, en donde toreros vestidos de seda y oro están dispuestos a crear este arte mágico y sublime, que sólo existe dentro del asombroso mundo que rodea a su Majestad El Toro Bravo. Y que el próximo año, de nuevo ¡Qué viva San Fermín!