A la política mexicana hay, a grandes rasgos, dos maneras de entenderla. Tanto para su diagnóstico, como para su solución. Estamos los que ubicamos a los grandes problemas del país como efectos directos de su inmovilidad política y por tanto, alegamos la ruta reformista para lograr salir de la crisis estructural. Para otros, no existe tal crisis; el estado de las cosas se debe más bien a las personas que nos han gobernado o dejado de gobernar. Basta con que gobierne tal o cual para que el país mejore: el marco normativo es secundario. Esta última visión obedece al residuo mágico del caudillismo. Tengo mis serias dudas sobre la disposición personal de Enrique Peña Nieto para las reformas (no ha tenido empacho alguno en obstruirlas por conveniencia), aún y cuando sea previsible —a falta de mayoría en el Congreso y confirmado por el perfil de los recientes nombramientos de jefes de bancadas del PRI— intentará desmovilizar al país reformando para poder gobernar. La oposición obvia y más violenta, la tendrá en el lopezobradorismo, para cuya vigencia hasta 2018, se trabajará primero en arreciar el conflicto poselectoral y una vez agotado dicho recurso político, en oponerse rabiosamente a cualquier tipo de modificación. También es muy predecible, una ruptura en todas las fuerzas políticas, —de ocurrir como creo que pasará, un corrimiento a dos polos—. Dependerá en cada caso, si dicha ruptura es marginal o no, ya que en todos los partidos hay políticos de los tipos a los que me referí al principio. Todo esto viene a cuento, pues que me parece que la diada política que dominará el próximo sexenio, será la compuesta claramente por dos bloques, con independencia de sus colores: reformadores y caudillistas. Para los reformadores, es una gran oportunidad que —espero— apoyaremos, con independencia de quién se lleve los aplausos. Si se da el caso de resultar el líder priista un gran reformador, (aunque como ya lo mencioné, a mi parecer en contra de sus sentires) que así sea. Para los caudillistas no: Será tan sólo una lucha más del camino redentor del caudillo. No obstante, al partido reformador le falta lo que al partido caudillista le sobra: cohesión. Cohesionado se encuentra desde hace tiempo ya en el redentor macuspano. Y en todo caso, de caer éste en desgracia política, no faltará quien se apunte inmediatamente para el cargo de santo viviente (y porque no, vidente) del pueblo bueno, presto para heredar a sus devotos. En esta batalla desigual, un partido liberal (sin radicales, válgase la aclaración) o la participación ciudadana, o aún mejor ambas, son casi necesarias en la consecución de la modernización de México, más aún cuando en el partido que más afín se piensa a las reformas (en la voz de su presente nacional Madero), ha decidido darle juego al caudillo, razón por la cual su tradicional postura de modernización democrática pierde credibilidad, y hasta en tanto, no se defina claramente por la institucionalidad, los que buscamos reformas no sabremos si en verdad de un aliado se trata.