Jueves, 14 de Noviembre 2024

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Extraño mi ladrillo

Por: Paty Blue

Cuando la tecnología nos rebasa y la voluntad para alcanzarle los pasos se nos queda a medio camino, no hay reconciliación posible. Tal es el triste caso de mi actual celular y yo que, pasado un año de convivencia cercana, es hora que no empatamos nuestras funciones y ni ganas me dan de andarle buscando el modo ni apreciarle sus múltiples aparejos que, lejos de mostrarme su amabilidad, parece que se los insertaron para complicarme la existencia y refrescarme la conciencia de que sus talentos han aumentado en proporción directamente inversa a mis ralas entendederas.

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Dicho en lenguaje juvenil, no está padre que, en tanto el cachivache ha venido afinando sus portentosas competencias, las mías decrezcan y se ahoguen en el más garrafal de los analfabetismos tecnológicos. Es hasta ofensiva la etiqueta de inteligente que le adosan al aparato, cuando saben que podría ir a parar a las torpes manos de una usuaria tan rupestre como una servidora que, además, por la rústica razón de que al armatoste nomás no le halla, se vuelve sujeto de la burla y el escarnio hasta de sus descendientes menores de 20 años.

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Lejanos pero muy añorados son los días en que, por la inédita cortesía de una tienda departamental, llegó a mis dominios la maravilla de la década y la posibilidad de comunicarme telefónicamente, desde cualquier punto de la ciudad, sin tener que andarme agenciando monedas para acceder a un locutorio público. Como si me hubiera sacado la lotería sin comprar siquiera un cachito, iba yo por la vida cargando aquel maravilloso ladrillo de 800 gramos de peso y teclado con caracteres bien grandes y legibles, sin importar que hubiera que operarlo con ambas manos, por aquello de la antena de un cuarto de metro que debía extenderle para comunicarse adecuadamente.

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Decididamente, extraño aquel tabique que no me cabía en la bolsa, pero tenía la entrañable gracia de llenar a cabalidad mis necesidades de comunicación telefónica que no han cambiado desde entonces. No sin pena, porque ya me había acostumbrado a utilizarlo, aunque no a erogar el estratosférico monto que me suponía contar con el servicio de aquella magia portátil, debí descontinuarlo para abrir paso a las pujantes invenciones posmodernas, aunque éstas me obligaran a moverme, de pronto a gatas o cual bailarina de ballet, para dar con la zona de recepción más propicia, pero aun así, era yo feliz por la carencia de complicaciones para hacer y recibir llamadas.

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Pero la tecnología que no detiene su galope y que cada medio año nos hace caer en la obsolescencia me trajo hasta aquí, ahora, con la posesión de un aparato del que desconozco hasta sus funciones más primarias, como enviar un recado o marcar la tecla gato cuando dejo un mensaje; dotado con más de 50 monerías que no sé ni para qué sirven porque, evidentemente, no las necesito pero me enchinchan el ánimo cuando por un tallón errático (como son todos los que le aplico al cachivache) me aparecen en pantalla.

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El problema es que soy la gata vieja que no aprende mañas nuevas, ni la menor intención tiene de invertir tiempo y neuronas en descifrar los entrambulicados procedimientos, funciones y aplicaciones de un trebejo que me pueda convertir en un autómata solitario, con la vista perennemente clavada en una pantalla. El disco duro ya se me ablandó y la sesera no me da para semejantes retos.

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