La cifra que reporta el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) es demoledora: durante 2011 se registraron en el país 27 mil 199 homicidios, una proporción de 24 por cada 100 mil habitantes, un dato que necesita ser referenciado para justipreciarlo: más que hoy en Siria. Esos 27 mil 199 compatriotas que perdieron violentamente la vida el año pasado —según la información oficial que reportan las cuatro mil 723 oficialías del Registro Civil y las mil 96 agencias del Ministerio Público y que obviamente no consignan a los “desaparecidos” o los inhumados clandestinamente— significan, entre otras cosas, que la suma de los planes gubernamentales, de los programas institucionales y las estrategias federal, estatales y municipales para inhibir y/o abatir la incidencia de asesinatos ha fracasado. El año pasado fue el más violento del que se tenga registro en la historia contemporánea y para sostener la afirmación basta con revisar los siguientes datos (también de INEGI): en 2005 se registraron nueve mil 921 homicidios, una proporción de nueve por cada 100 mil habitantes; en 2006, 10 mil 452, esto es 10 por cada 100 mil habitantes; en 2007, ocho mil 867, ocho por cada 100 mil; en 2008, 14 mil 06, 13 por cada 100 mil; en 2009, 19 mil 803, 18 por cada 100 mil y en 2010, 25 mil 757, 23 por cada 100 mil. Ahora lo que no debemos olvidar es que se trata de algo mucho más importante y grave que sólo números; se trata de un fenómeno que va a la alza y que expone, con crudeza, la pérdida de valores fundamentales para la convivencia en sociedad y la incapacidad del Estado para imponer la Ley y castigar a los trasgresores. Y aquí está el meollo del asunto: se estima que en México sólo se castiga el 3% de los delitos y la inmensa mayoría, el 97%, queda en la total impunidad. No se trata de culpar de todo a la fallida guerra calderonista contra la delincuencia organizada, ya que sobra decir que las ejecuciones y las masacres no se investigan a fondo y mucho menos se colocan en el riel de los procedimientos penales, sino de atender también a los homicidios del fuero común para constatar que la cifra que reporta INEGI da cuenta en su exacta magnitud el tamaño de la impunidad que priva en el país. Entonces, cuando encaremos a quienes sostienen que lo único que se necesita es endurecer las leyes y plantear penas mucho más severas para inhibir la comisión de delitos, habría que recordarles que para que una sanción cumpla con el propósito de inhibir, primero habría que dar con el criminal, juzgarlo y mantenerlo en la cárcel, y hoy los delincuentes saben que existen muy pocas probabilidades de que sea castigado y muchas de que salga impune. Así, uno o cien años de cárcel es exactamente lo mismo, salvo para aquellas anomalías en un sistema más que chueco y que terminan pagando lo que hacen. En el fondo no se trata de leyes o penas más severas sino de un andamiaje de procuración de justicia ineficaz —por decir lo menos—, y un desempeño de las distintas corporaciones policíacas que amalgama ineptitud y corrupción, el caldo de cultivo perfecto para que la incidencia de homicidios siga creciendo.