Atmosféricas. Iguana perdida: ya hace días que aparecieron por el barrio una serie de modestos anuncios pidiendo auxilio para recuperar a uno de estos asombrosos animales. Es verde, se informa, y muy importante. Sin duda: se pudiera imaginar a unos niños angustiados, a una familia echando en falta a la compañía de la iguana, a su flemática y amable presencia, a su pura belleza. Reiteradas búsquedas en el jardín o en los árboles de afuera resultan infructuosas. No es la pérdida de una mera “mascota” de lo que se trata: es la presencia soberana del reino animal, representado por el augusto e innumerables veces milenario testimonio de la iguana, sus insondables enseñanzas, lo que está de fondo. Esos niños, puede ser, escrutan con determinación las frondas del barrio. Ánimas. De cualquier modo, las mansas bondades recibidas, la sabiduría zoológica transmitida, siempre por misteriosas vías, ahí quedan. Provisiones para el transcurso de esta vida. ** Yes: Tales from topographic oceans. Regresa al aporreado tocadiscos este disco prodigioso. Seis lados consecutivos de una sola composición, sin duda una de las obras cumbres de la legendaria banda Yes, de todo el rock progresivo. Del rock, tout court. La obertura es contundente, y la voz de Jon Anderson entona: What happened to this song we once knew so well? / Signed promise of moments caught within the spell… (¿Qué pasó con esta canción que alguna vez nos supimos tan bien?/ Sellada promesa de momentos atrapados en el sortilegio…) La respuesta, a lo mejor, la tiene una iguana errante. O el teclado de Rick Wakeman y sus sinuosos acordes de vértigo. Habría, tal vez, un principio de indagación para cada quien: ¿De qué se habla? ¿De qué canción se trata? De la canción de la iguana. La que va diciendo del tiempo que pasa, el prodigio de los días, la insensatez de un mundo extraviado, el reconcentrado gozo de recibir del sol la noticia y el alimento para una nueva jornada, la mirada benévola e insondable que todo lo ha visto, todo lo ha comprendido. Pero hablábamos de Yes, y de la noche febril en que un muchacho de secundaria oía con denuedo la triple entrega mientas copiaba afanosamente en un cuaderno –que en alguna parte sobrevive- todas las letras de la composición. Marcas de por vida, principios de una larga exploración en las historias de los océanos topográficos. De la topografía del alma, de todo lo que alienta. ** Dice el magistrado español Ángel Aznárez: “El proceso intelectual es tasado y taxativo: primero pensar mucho en la persona, de ello nace la admiración (puede no nacer), de cuyo parto resulta más tarde el cariño (puede no resultar). Está acreditado que sin admiración previa, el cariño no “sale”, queda obstruido.” ** Decía un arquitecto: La verdadera medida de la grandeza de una casa –si es que hay alguna- es su capacidad para darle lugar a la intemperie. Lo tristemente acostumbrado es la construcción de reductos que intentan mantener las condiciones climatológicas bajo un ilusorio control, excluidas, como tratando de conformar una burbuja de lo que se quiere conocer como “confort”. Máquinas dispendiosas que meten y sacan el aire que en el proceso contaminan; ventanales atrabancados que es necesario corregir con cortinajes y energía desperdiciada, “patios” cubiertos con toda suerte de innobles materiales… Un patio en el que no llueve no merece tan augusto nombre. Una casa que no acoja y saque provecho y sepa defenderse del sol es apenas un cobertizo; un lugar para vivir que no alcance a aprovechar los vientos benéficos con aberturas bien pensadas es un remedo de refugio. También lo es la que no atine a albergar las luminosidades del cielo clemente. No tiene que ver con la holgura o el lujo de cada casa: tiene que ver con una sabiduría que guardan, todavía, las gentes sencillas de los campos y las ciudades, los viejos maestros de obras, los antiguos ingenieros. Así, la casa de a de veras establece una relación compleja, honda, a veces contradictoria –como la de ciertos amores- con su ámbito natural, con sus habitantes. Crecen los árboles y las plantas, se abren los canceles o los postigos, se encienden fuegos, se recurre con frecuencia a las velas y las veladoras, se disponen terrazas para los juegos del verano, para la altura de las estrellas en la estación más fría, para instalar de por vida un prudente y gozoso campamento –toda buena casa lo es- en la caravana del tiempo que todo se lo ha de llevar. ** Morelia es, en todo lo que no sea su extraordinario centro tradicional, un dilatado desastre. Nomás el campo circundante conserva los esplendores de un paisaje primigenio, esencial. Pero la ciudad se extiende en todas direcciones como un organismo que ha perdido cualquier instrucción genética apropiada. Nadie, que se sepa, ha estudiado el preciso mecanismo que ha hecho que, a partir de unas décadas determinadas, las ciudades mexicanas se hayan extraviado en la fealdad, el adocenamiento y la vulgaridad. Es algo que rebasa con mucho la simple circunstancia “socioeconómica”: es un quiebre moral, estético y por lo tanto ético. Materia de filósofos, de poetas quizá. (Las llamadas “ciencias sociales” muy poco parecen aportar en la cuestión; la de fondo, no ciertas “causas y consecuencias”.) Pero, maravilla de la belleza, todo queda redimido al considerar un escorzo del acueducto prodigioso, al llegar hasta el reencuentro y el abrazo largamente esperados, al conocer gentes buenas empeñadas en sus trabajos, al descender con parsimonia hacia los destellos incomparables de la laguna de Cuitzeo. Resultados venturosos de la noche pasada bajo las estrellas. ** Más citas. Un acabado esteta hablaba, a propósito de ciertas empresas y tribulaciones, de “la consoladora desaprobación de la gente normal.”** Por algo que a este espectador no se le alcanza, el protagonismo de los teléfonos avanza. Las gentes que se creyeran más educadas son capaces de interrumpir abruptamente cualquier conversación para atender a la chicharra del aparato. Generalmente, se entera el interrumpido, para tratar señaladas tonterías. Pero no importa. Después de largos minutos gastados en esperar la atención de algún funcionario –mayor o menor- el señor, o la señora, están dispuestos a propiciar mayores dilaciones y perjuicios para quien se tomó el trabajo de buscarlos de bulto con tal de contestar la llamada de alguien lejano que simplemente se tomó el trabajo de marcar un número. Esa majadera preferencia por las solicitaciones tecnológicas pareciera responder a crasos atavismos: “esto sí debe ser significativo”, o peor, “las llamadas que me hacen demuestran mi importancia, que ahora le exhibo a este pobre compareciente para su mayor ubicación”. Y como las reglas de educación hace mucho que fueron desterradas de tantos comportamientos al uso, la costumbre de endiosar públicamente al teléfono se extiende vertiginosamente. Ya no es simplemente la electrónica comunicación oral; ahora la gente se dedica a mandar y recibir recaditos, a consultar las noticias y los “chats” en las narices de cualquier prójimo que intenta su atención. Es cuestión de observar cualquier junta, cualquier conferencia, etcétera. Modernos modos majaderos, pues.** Con los años, los libros queridos, y en los que no se ha reparado por largo tiempo, envejecen como las personas. Cuándo fue que este volumen adquirió esa extraña pátina. Cómo es que, sin nadie que los toque, ciertos libros lucen ahora descuadernados. Qué logró en ese determinado tomo de la enciclopedia de la infancia esos daños, esa ajada catadura de la que sus compañeros parecen haberse librado, todavía. Un preciso título de un ejemplar largamente olvidado vierte en un instante toda una marea de mañanas pasadas leyendo junto a la laguna, de presencias con las que su asunto fue discutido, de cuestiones que a su influjo despertaron por siempre, y que así regresan. Cada libro reencontrado puede ser la magdalena portentosa, la muchacha que compartió renglones y citas, el tequila de los años mozos.jpalomar@informador.com.mx