Atmosféricas. Ingresa julio a escena, las aguas se afianzan y el aire, a fuerza de grandes lavados, es más transparente. La expansión alborotada del jardín va dejando serias tareas pendientes. La vieja bugambilia del muro del fondo se inclinó drásticamente ante la fuerza de alguna tormenta; no queda más que aplicar una severa poda y enderezar a la fiel masa vegetal, que no tardará en volver por sus fueros. El granado no enseña más que sus ramas resecas que generosamente sostienen aún las guías de un denso entramado verde: alguna metáfora ofrece esto sobre la cuenta de las generaciones, sobre la sucesión de voluntades que intentan subir, unas en los hombros de otras, hacia la luz y el aire nuevo. La vereda rumbo al corredor amenaza desaparecer ante la calculada expansión estival de las plantas: algún orden habrá que establecer, no sin cierta consternación ante los tajos obligados, para mantener el paso. Cada jardín es una lenta explosión de la vida que busca su propio lugar bajo el sol, y cuyo fin último –tenaz arquitectura de la savia- es la apropiación del espacio. Bien lo sabemos: los jardines, sin nosotros, compondrían en poco tiempo parajes en donde la plenitud de su imperio reinstauraría el inicial paraíso.* Colección Ardilla. Eran unos libros chiquitos, delgados. No medirían más de diez por siete centímetros. Provenían de la difícil España de la posguerra y eran toda una invitación a la fantasía y el descubrimiento. Sus portadas eran contundentes, ilustradas dentro de la vieja tradición gráfica que se remontaba quizás al siglo antepasado. Algunos de sus títulos, combinados con las imágenes frontales, eran absolutamente memorables, magnéticos. Uno de los más señalados: El as de bastos. El claroscuro de una cara mefistofélica y poderosa que anunciaba un riesgoso juego, o un drama condenado por una carta marcada. Tres a cero: un portero solitario y el descubrimiento de la épica apasionante del futbol transcrito en una prosa eficaz, trepidante. Los volúmenes se acumulaban en el librero gracias a la paterna prodigalidad. La magia del tamaño, y el formato general de la colección, hacían de sus entregas codiciadas presas para la vasta curiosidad infantil, que reconocía en la índole de las ediciones, en los libritos mágicos, pequeñas puertas hacia el ancho mundo. Desde hace años —enigmas de las mudanzas temporales— el tapique de ejemplares desapareció sin dejar huella. Pero solo aparentemente.* La conversación de las torres de este valle. Son unas cuantas las que, desde hace mucho, llevan adelante su pausada interlocución. Una teoría de impulsos hacia lo alto, de quietas alabanzas, de nidos para las campanas, cantarinas o graves. Solamente las que desde el principio se levantaron con pasión y gracia pueden decir algo. Presiden la asamblea, desde luego, los alcatraces airosos, bizarros, de Catedral. A ellos estuvo esperando por decenios la inigualable torre de San Felipe, factura magnífica del alarife don Pedro Ciprés. Del otro lado, la maciza fábrica de la de San Francisco, inmutable ante las atrocidades que, entre tantas otras, quemaron su retablo principal. Más allá del río, las de Analco y la de San Juan de Dios mandan sus recados que la esbelta torre de San José de Gracia transmite hasta el modesto esplendor de San Miguel de Mezquitán, hacia el noble intento de San Juan Bautista de Mexicaltzingo. Aun logran estos ecos llegar hasta el par de torres de la basílica de Zapopan, que levantara Fray Luis del Refugio de Palacio Basave y Valois. Por el viento opuesto, alcanza a decir sus cosas la torre de la parroquia de San Pedro Tlaquepaque. Desde el barrio de las tenerías el agraciado templo del Padre Galván murmura en su gótico estilo algo que las torres del Expiatorio bien alcanzan a entender. La torre toscana de don Luis Ugarte algo agrega desde San Miguel del Espíritu Santo. Y están las de la Capilla de Jesús —espigadas—, la de Santa Teresita. Después, no mucho: la limpia torre de La Paz de Díaz Morales algo tiene que oír de la curiosa elevación que Pedro Castellanos hizo en La Soledad (y otra, encantadora, para Ciudad Granja). En El Calvario, resuena, discreta y definitiva, la estela de Luis Barragán. Muy al poniente, Julio de la Peña plantó una liviana y nueva torre en San Javier —que tristemente fue sustituida años después por otra que ya no supo decir nada. Por el rumbo del Álamo está una de Salvador de Alba. Y hay, a lo mejor, algunas más. De las torres civiles, poco es lo que hay que atender, que esperar. Si acaso la breve torre de los bomberos de la Calzada del Campesino con su valiente cometido de reparar en siniestras humaredas. Las otras torres, hijas de la especulación o la codicia permanecen —salvo muy raras excepciones— mudas, no obstante su cada vez más bromosa envergadura. Cuestión de alientos, de aspiraciones.La conversación de las torres tapatías prosigue. Hablan de lo humano y lo divino, del tiempo que corre, de los muertos y de los júbilos. Todo lo atestiguan, de todo van tomando nota. Pacientes, esperan la llegada de algún nuevo y digno contertulio para que las acompañe en la ardua labor de sostener, sobre todos, el cielo protector.* Réquiem por el Tarántulo. Era uno de los más conspicuos personajes de Tacubaya. Se llamaba Marcos. Heredero legítimo y directo de la más rancia picaresca capitalina, de esa gracia invencible e instantánea para la conversación, el gesto, la correría más que dudosa. Juntaba la gentileza refinada con los marcados claroscuros del riesgo y la transgresión. Jugaba a vivir en el puro filo, a rifársela a diario contra la pobreza, el tedio, la estrechez, el acecho de la desventura, el cambio de la fortuna. Era el rey de la calle de Francisco Ramírez, en donde dispensaba favores, protección y vigilancia, establecía sutiles complicidades, despachaba pendientes, recibía y despedía a los visitantes, contaba cosas sobre el célebre arquitecto que vivía en la casa gris. Como buen jefe de barrio era temido o admirado, querido o procurado. La caballerosidad con la que trataba a las señoras del rumbo ya la querrían para un día de fiesta quienes se la dan de decentes. La vida del Tarántulo fue un prolongado albur, una alegría explosiva —bailando ya por siempre en un mediodía en el mercado del Chorrito—, los abismos del exceso, el destello de las navajas, la sombra fatal del encierro, las mordidas de la salud que minaba, el fulgor de los ratos de fugaz felicidad al calor de la amistad y la llana convivencia vecinal. Hace unas semanas que por el barrio se supo que el Tarántulo se había muerto, cumplida su última batalla contra la grisura, la mediocridad, la parda moderación. Por caminos insondables, el Tarántulo, sin embargo, se queda. En el íntimo resplandor de un jardín de Tacubaya, en la indeleble memoria que esa calle guarda de sus muertos, en la misteriosa hermandad que ahora une por siempre al elusivo arquitecto de la casa gris con ese ventarrón, ese pasajero del peligro, ese equilibrista en el vértigo de los días, ese trueno gentil que se llamaba Marcos.* Temporadas hay que vienen marcadas, como barajas de tahúr, por una cierta, precisa música. Unos acordes, una reunión de sonidos y evocaciones que de alguna ignota manera dan una invisible sustancia a los días que pasan. Puede ser algo oído hace mucho y que apenas regresa desde los veranos más remotos; puede también ser algo que se enreda, como por casualidad, en un vericueto cotidiano. Just connect, decían los de Bloomsbury. Como la gracia de mantener en alto un brazo en el que se enredan las luminosas telarañas inasibles de quienes algo están diciendo, proponiendo. Una banda: The War on Drugs. Un exacto riff que abre y sostiene una canción: Under the pressure. Bajo la presión, que nomás el barómetro del alma sabrá medir. Resonancias a los Waterboys, a Dylan –por supuesto–, al mejor Dire Straits… Bueno el aterrizaje fue fácil/ como la llegada de un nuevo día/ pero un sueño como este se derrumba sin ti/ bajo la presión es en donde estamos/ bajo la presión, sí, es donde estamos, niña. jpalomar@informador.com.mx