Los últimos episodios, en los que centenares de árboles han sido destruidos para aumentar la visibilidad de los anuncios llamados espectaculares, no dejan más que una reiterada conclusión: la incompatibilidad fundamental de este medio de publicidad con la ciudad en la que se pretenden instalar. No hay más que revisar lo que en este sentido ha sucedido con muchas grandes ciudades del planeta: no hay espectaculares, o los que hay se toleran en zonas perfectamente delimitadas y reguladas, lejos de donde puedan ser dañinos. El atentado a la salud pública que significan los reiterados destrozos en el arbolado es una razón más que contundente para revisar, de fondo, la tolerancia para este sistema de comunicación que, además, tiene otros inconvenientes que han sido señalados una y otra vez. Un valor que también es fundamental en la ciudad es el de su dignidad, su decoro. La cacofonía visual que ha producido el auge de los espectaculares ha convertido muchos contextos urbanos en lugares confusos y degradados, ha generado una devaluación del ámbito comunitario que resulta gravísima en términos de la percepción ciudadana del espacio donde la colectividad habita. Los anuncios, gigantescos e invasivos, introducen en los entornos a los que afectan una dimensión unidimensional e inmediatista para la que el único valor existente significa la imposición autoritaria, a fuerza de tamaño y estridencia, de sus pretendidos mensajes, las más de las veces consumistas. El clima urbano así impuesto lleva, muy naturalmente, a la eliminación de cualquier obstáculo para sus propósitos. Así, desde hace mucho que los espectaculares le declararon la guerra a un elemento urbano fundamental e insustituible: los árboles. Viendo con frialdad el asunto, ha sido increíble la tolerancia por parte de las autoridades a semejantes prácticas. Es necesario, en bien del sector económico que se dedica a estos giros, afrontar una verdadera reconversión y modernización de su actividad. Bien se sabe que la competencia actual, en donde hay una sobreabundancia de anuncios, ha llevado a su propia devaluación. Es necesario revaluar el espacio público e introducir prácticas publicitarias en las que se prefiera la calidad a la cantidad. A menos anuncios, de menor tamaño, mayor efectividad y mayor valor. Esto se ha hecho en muchas partes y no hay más que ponerse a trabajar en un esquema que permita la compatibilidad de los valores ciudadanos —que siempre deben de prevalecer— con los intereses comerciales de un sector. Por lo pronto, y en lo que las reglamentaciones se ajustan para proteger el interés real de la comunidad, convendría acordar una veda generalizada de los anuncios espectaculares que han terminado por convertirse en un enemigo intolerable de la ecología, la salud pública y la imagen urbana de la ciudad. Claro que para lograr esto se requiere entereza, verdadera energía y voluntad política por parte de las autoridades. Veremos.