Mucho. Por elemental higiene no hay que vivir entre la inmundicia. La inmundicia infecta, envilece, rebaja las condiciones de la vida. El cochinero ambiental hace que todo el devenir cotidiano se convierta en algo más pesado, más zafio, más difícil de sobrellevar. Ahoga y embrutece: es inadmisible. Y sin embargo, como ciudad, lo aceptamos cada día. Hablemos únicamente de la suciedad visual que nos rebosa y nos acogota, nos transmite la idea de que nuestro entorno común no vale gran cosa. Y vale mucho. Tanto como las vidas de todos los que en él transcurren. Pongamos un ejemplo grande. En esta misma columna, hace años, se hizo la referencia al estado que entonces guardaba el acceso oriente a la ciudad. La carretera, en particular, que llega de los Altos y de México. Una de las principales caras con que cuenta nuestra urbe para recibir y despedir a propios y extraños. Un elemento urbano y paisajístico definitorio de nuestra calidad de vida, de la dignidad común. En ese entonces, hace ya varios años, se acababa de retirar la caseta que entonces se ubicaba un poco más adelante del nodo de la nueva central camionera. Se hacía la reflexión de que el paisaje que llevaba a la ubicación de la nueva caseta (pasando el puente del Río Santiago), conservaba una muy satisfactoria imagen, libre de contaminación visual y de los ubicuos espectaculares. Se decía que había que evitar lo que pasó con el último tramo de la carretera a Chapala, cuando se construyó el segundo cuerpo que bordea el hotel Tapatío por el Norte (y de lo que también se advirtió en su momento desde esta columna): en pocos meses, gracias a la codicia y a la ineptitud de las autoridades, se llenó de adefesios visuales hasta dar la más que lamentable imagen que vemos al día de hoy. Pues bien, no es difícil suponerlo: la misma historia está sucediendo en el tramo “liberado” que está entre donde estaba la antigua caseta de la carretera a México y donde está la nueva, pasando el puente. No parece haber autoridad ni voluntad capaz de preservar esos paisajes de la masacre ambiental que tan bien ilustran los centenares de árboles talados en los últimos meses en beneficio de los espectaculares. Se podrá decir que en nuestra sociedad hay problemas más acuciantes, que la actividad económica que representan los espectaculares vale la pena el desastre. Claro que no. No hay problema más acuciante para una sociedad que el de conservar una razonable conciencia de sí misma y de su dignidad. “Por los ojos el bien y el mal nos llegan”: y el desorden, la prevalencia de la ley del más fuerte, el encanallamiento generalizado derivado de la suciedad visual atacan directamente a la raíz de la convivencia colectiva. Y no hay valía económica que se equipare a la del bien común. Por el beneficio de una porción de la población todos los demás tenemos que pagar el exorbitante precio de contar con una ciudad cuya cara nos indica que todo es decadencia y pesimismo. Es tiempo de hacer algo de raíz para corregir esta situación que cada día nos rebasa más. Es tiempo de rescatar la dignidad de la ciudad. Empecemos por algún lado.