Siempre sospeché, pero me tocó vivir la infancia en tiempos que no se valía chistar siquiera, que muchas de las asignaturas que estudié desde mis años mozos acabarían sirviéndome pa lo que se le unta al queso, empezando por las matemáticas con todos sus conexos y derivados, que nunca me acarrearon mayor provecho que medio enseñarme a manejar mi tolerancia hacia la frustración. Nunca, por ejemplo, les encontré sentido a los quebrados, cuya comprensión y ejercicio acabaron rajándome la maceta sin un propósito útil o definido, porque es hora que no me he visto en la necesidad de pedir al gasolinero que me dispense 15 dieciochoavos de tanque o solicitar al carnicero que me corte un entero en dieciséis octavos. Luego, llegó el álgebra con sus insensateces y la obligada comprobación de los teoremas planteados por las ociosas mentes de quienes no tenían más que hacer, y acabaron fregando a miles de generaciones con sus pitagóricas ocurrencias, sin que a éstas les hayamos encontrado un objetivo sólido que ameritara la inversión de tiempo, seso, mortificación y angustia a la hora del examen. Lástima que nunca tuve el valor de templar mi ronco pecho, para cantar a mis maestros mi desprecio hacia esas disciplinas académicas a las que francamente no les veía yo mayor propósito que el de cargarnos el disco duro, enchincharnos el ánimo y conceder con su calificación el mejor pretexto para que nuestros padres hilvanaran una sarta de renuncias y prohibiciones que debíamos acatar, con tal de expiar el pecado de una nota baja o el sacrilegio de una materia reprobada. Yo sabía, o ya de perdis intuía, que aquellos cerros de cuadernos de doble raya, rellenos con planas y planas de espirales bien rellenitas, que luego derivaban en enunciados tan cardinales como: “Ese oso se asea”, “Lola lava la loza” y “Quique quiere un quinqué”, garabateadas todas ellas conforme a las estrictas instrucciones caligráficas de un ilustrísimo señor de apellido Palmer, más temprano que tarde pasarían a engrosar mi archivo de habilidades sin uso práctico ni redituable. Ahora lamento los litros de tinta que desperdicié, el montón de puntillas de canutero que trabé, el titipuchal de plumas fuente que extravié y las incontables prendas de ropa que indeleblemente marqué hasta volverlas inservibles, con tal de acatar las rígidas normas de aquellas maestras de primaria que entraban en coma didáctico, cuando nos cachaban escribiendo con el artefacto bautizado con el explosivo nombre de “pluma atómica”, que al paso del tiempo aprendimos a identificar como bolígrafos y que, según mis quisquillosas y entintadas mentoras, propiciaban que nuestros nacientes rasgos caligráficos patinaran por todos lados, sin el rigor y los límites imprescindibles para conseguir una fluida e inteligible escritura. Al cabo de nueve años de práctica, bajo la férrea tutela de sendas maestras, a razón de una por cada año de primaria y secundaria, mi clásica y armoniosa grafología sólo me valió para granjearme la simpatía de mi tía Margosa, quien me tomó de amanuense particular para cuanto se le ofrecía consignar con “buena letra”, pero fue absolutamente inútil e insuficiente para que mis alumnos de hoy comprendan las instrucciones que les anoto en el pizarrón, o las observaciones que les hago en sus trabajos. ¿Qué dice aquí?, me repelan con esa hiriente cachaza de quien no se siente obligado a decodificar un extraño garabato que califican como “letra de antes”, pero que, ni con su mejor intención, asocian con un rasgo clásico y bien delineado, ¡bah! Así que, lo dicho, lástima de tiempo, esfuerzo, desvelos, empeño, tinta y papel que malgasté para aprender tanta inutilidad que ahora me sirve para maldita la cosa. Lástima que nunca tuve el valor de templar mi ronco pecho, para cantar a mis maestros mi desprecio hacia esas disciplinas académicas a las que francamente no les veía yo mayor propósito que el de cargarnos el disco duro