Conforme el ritual matutino, producto de la férrea disciplina a la que el trabajo me ha sometido por más de cuarenta años, en cuanto percibí el tempranero reclamo del despertador, me incorporé más forzada que con ganas y a un tiempo encendí la cafetera, el cigarro y el televisor. Pero ese día, como mal augurio, primero me percaté que no había tomado la metódica previsión de preparar la cafetera desde el día anterior; luego, porque tampoco previne la coyuntura tabacalera con tiempo, localicé la cajetilla vacía en el basurero más cercano y, para completarla, la pantalla televisiva me gratificó el impulso con un letrero fijo que advertía que, en unos días más, quedaría fuera del aire si no acudía con mi proveedor de señal por cable, para cambiar el habitual equipo receptor por uno nuevo que me permitiría seguir conectada a la diversión y a algunas otras monerías adicionales.Supuse, entonces, que tras un lapso prudente y suficiente para leer el contenido del mensaje y tomar en cuenta las providencias sugeridas, entraría yo en contacto con la emisión noticiosa con que acostumbro comenzar el día, pero tras cinco minutos de espera, tras haber releído en tres ocasiones el recado y haber picoteado varias veces el control para mudar de frecuencia y percatarme de que en todas se proyectaba el mismo letrero, asumí que el señalamiento se había hecho efectivo, sin concederme no digamos unos días, sino siquiera unas horas más.Como quien dice, fui víctima de un artero apagón psicológico para el que nadie me previno a tiempo, con la consecuente frustración que se me prolongó por una semana, hasta que me pude dar a la tarea de desenchufar en cinco televisores los artilugios obsoletos para hacer la permuta correspondiente, que no fue cosa menor, porque el día y la hora que elegí para hacerlo, fueron los mismos en que catorce prójimos que me antecedían en la fila coincidieron para llevar a cabo idéntico operativo. Al cabo de dos horas de espera, cuando salí del centro de atención con las cinco flamantes cajas conteniendo los modernos cachivaches creí haber triunfado en mi cometido, ni la mínima nube de pesimismo me ensombreció la perspectiva de llegar a casa y hacer el enchufadero, con la llana y silvestre desenvoltura con que el dependiente me aseguró que podría hacerlo.Después de haberme recetado dos cuadernillos desplegables de advertencias, siglas y nomenclaturas varias, inserté los cables en los orificios señalados, enchufé a la corriente, programé el control remoto, accioné el encendido y ¡taraaá!, nada de señal. Con la desolación que provoca distribuir una serie de foquitos sobre el árbol navideño y ver que no encienden a la hora de conectarlos, barrunté que no lo había hecho adecuadamente, así que repasé el “sencillísimo” procedimiento de instalación y andavete.El simple hecho de imaginar que tendría que atorarle a semejante horcajo cuatro veces más, me hizo desear salirme corriendo con rumbo a la Patagonia o hacia un lugar en donde se alquilen técnicos que rediman la estupidez tecnológica ajena.No por nada he sostenido, desde hace una veintena de años, que no leo a Ibsen, ni escucho a Mahler, ni veo películas de Buñuel, ni juego Nintendo porque no los entiendo y me enfrentan con violencia a mi propia estulticia. Deberé ahora agregar al listado de tan vergonzosas afrentas que tampoco instalo decodificadores para la nueva recepción por cable. Y mientras no consiga quién asuma tan empinada tarea, aunque me cobre, deberé limitarme a encender la cafetera y el cigarro cada mañana, como lo he venido haciendo desde hace cuatro decenios.