Miércoles, 24 de Abril 2024

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Amados y odiados

Por: Antonio Ortuño

Amados y odiados

Amados y odiados

Las relaciones entre editores y autores han sido, a lo largo del tiempo, materia lo mismo de elegías que de diatribas. Y si pueden ser descritas bajo formas tan contradictorias se debe a que dependen de circunstancias que rara vez resultan seguras y sólidas, sino que, por el contrario, suelen ser movedizas y elusivas.

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Las distancias entre lo que experimentan dos escritores con sus respectivos editores son tales que suele ser imposible hacer una suerte de tabla rasa. El autor que es leído y apreciado (y me temo que este es un ejemplo muy minoritario) tendrá, pues, una opinión muy diferente de la que manifestará el colega que haya sido arteramente corregido, confrontado o, de plano, descartado (hay, sí, quien ha sostenido amoríos larguísimos y desventurados con sellos que les ha rechazado manuscritos una y otra vez: yo conocí a un tipo que había enviado cerca de once novelas a Anagrama y no pasó de cubrirse de cartas de rechazo y a lo mejor hasta armó una cobija con ellas, como el perro Snoopy).

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Hay, pues, de todo: autores, por ejemplo, a quienes un editor ha conseguido convencer, recurriendo a la famosa “manita de puerco” o hasta al robo de textos, de construir una obra, incluso contra su expresa voluntad. Y en varios casos debemos estarles agradecidos a esos próceres por haberse tomado la molestia de mostrarnos lo que estábamos destinados a no conocer. Otros, por su lado, han lindado un terreno más peligroso aún: la coautoría.

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Como el ya casi famoso Gordon Lish, a quien, según testimonian los manuscritos originales (consultados, entre otros, por Alessandro Baricco, que investigó en persona el asunto), debemos el característico estilo lacónico y los mejores cuentos de Raymond Carver. Podemos recordar autores tan cercanos a su editor que han muertos hombro con hombro (Camus y Michel Gallimard, en un accidente de automóvil en 1960) y a otros, como Guy Debord, que fueron acusados del asesinato de quien les publicaba (en este caso, la muerte de Gerard Lebovici, aunque aquello era una calumnia y el pensador era inocente).

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Lo común, sin embargo, suele ser menos dramático: el plumífero que llega a ser publicado apenas si ve de cuando en cuando a quien lo edita esa (figura, además, que se diluye en los grandes grupos, entre editores “de talacha”, directores, correctores, etcétera) y rara vez logra entablar con él una amistad o un odio notable. Si su libro vende, será mejor tratado. Si no le interesa ni a sus parientes, le harán ley del hielo y tendrá que buscarse la vida en otra parte.

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Por todo esto, porque cada cual habla de la feria como en el refrán, quizá la única forma de juzgar si un editor sabe hacer su trabajo es el catálogo de lo que publica: su variedad, congruencia, trascendencia, validez. Lo demás, apegos y aborrecimientos incluidos, es solamente anécdota. ¿Cuál es el mejor editor? No el más simpático o el más rudo, sino el que que reúne los mejores libros de los mejores autores. Y punto.

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