Entretenimiento | Desde esta azotea imaginaria, el telescopio ha cambiado de dirección hacia otros puntos de la ciudad. CAPICÚA: Historias de tapatíos La gente no cesa de moverse y hay que congelarla con la vista para elaborar una adecuada radiografía Por: EL INFORMADOR 5 de junio de 2008 - 18:53 hs El adivino urbano de Capicúa vuelve a las andadas, con más historias de tapatíos. Desde esta azotea imaginaria, el telescopio ha cambiado de dirección hacia otros puntos de la ciudad. La gente no cesa de moverse y hay que congelarla con la vista para elaborar una adecuada radiografía. Unos cuantos relatos de personas, en esta ocasión relacionadas con el trabajo que cada quien desempeña en la ciudad y que, posiblemente, coincidan con tantas otras vidas, ayer lejanas, hoy aquí. El vapor de la tina de fierro emana con delicadeza hasta la calle. Calientitos, recién hechos... Nada mejor para finiquitar una tarde de domingo que un jugoso elote de la glorieta. Esperanza saluda a diestra y siniestra mientras seca las manos en su mandil a cuadros. ¿Limón y chile? ¿Crema y queso? ¿Entero o en vasito? También vende chayotes, papas, tamales y camote del cerro. Reconoce a todos sus clientes y casi les reclama cuando se ausentan un fin de semana: “sólo que no haya venido por estar viendo el partido de las chivas...”. El dinero lo recibe en un recipiente de plástico para no mezclar negocio con placer. Uno tiernito, por favor. A ver, toque éste... Para ella, su única esperanza es que el maíz siga siendo, como lo ha sido a lo largo de nuestra historia, el alimento principal de todo mexicano. Consuelo, la dueña del bazar de antigüedades, es muy hábil en el negocio del regateo. Difícil que alguien salga de ahí con las manos vacías. Tiene un poco fruncido el ceño, por los corajes que hace con cada peatón que tira basura en su banqueta, pero con la clientela es extremadamente amable. Su tienda es un mundo de antes, es la memoria viva del pasado. Todo cuanto exhibe ahí revive el ambiente barroco de las casas tapatías de antaño: candiles brillantes y sonoros, esculturas a la yadró, jarrones chinos, sillas de bejuco, manteles bordados, relojes de cucú y de bolsillo, paisajes europeos con marcos garigoleados, portarretratos ovalados, campanitas, cucharitas, figuritas de vidrio soplado, monitas de porcelana que giran al compás de una tonadita melosa, y cuanto trique de madera y latón que pueda uno imaginar. Ni un espacio está desperdiciado, apenas si se puede caminar entre repisas y armarios, pero ese es el chiste, toda la mercancía así, apretadita, te atrapa, te envuelve y te obliga a andar con cuidado si no quieres pagarle a Doña Chelo un par de platos rotos a la salida. El alto del semáforo es el momento ideal – cuando piensa que nadie lo ve – para hurgar con el meñique en las fosas nasales esa partícula que se ha vuelto molestia. Aunque más bien lo que molesta a Rodrigo es ese tiempo perdido haciendo cola en el banco, luego en la oficina recaudadora y ahora atrás de una hilera interminable de automóviles. Después se mira en el espejo retrovisor para comprobar que tuvo poco tiempo en la mañana para una minuciosa rasurada. Suena el celular... ya lo esperan en la oficina, licenciado, y él sin desayunar. Con este calorón, cómo le gustaría quitarse esa sofocante corbata y el saco, abrir el portafolio y que, mediante una varita mágica, los papeles que lleva se convirtieran en pacas de billetes para trasladarse a la playa, ponerse un traje de baño, saborear una cerveza helada, una tostada de ceviche, mirar bikinis desde la palapa, escuchar gaviotas, darse un buen chapuzón... El claxon insistente del coche atrás de él lo despierta bruscamente para recordarle que es lunes y que, a pesar de lo tediosa y tensa que es a veces la ciudad, no hay más remedio que acomodarse el lente oscuro, suspirar hondo e ir al despacho a trabajar. El trabajo de Don Beto bien podría anunciarse con el letrero “siempre a sus pies”. Es más, si no atiende a los pies, no hay chamba. Su espalda cansada es más bien curva por la posición. Sus brazos ágiles saben lo importante que es un par de zapatos bien boleados aunque él mismo se resiste a dejar sus huaraches. Se coloca todas las mañanas en la esquina del parque, a la sombra de un tabachín. En esta época en que sus flores aún están radiantes, su área de trabajo se distingue por un suave tapete naranja. El riguroso banquito de madera, latas de grasosos betunes, frascos, tinta, cepillos, unos buenos trapos y sobre todo unos buenos días tenga usted, si quiere agradar desde el inicio al cliente, quien se acerca a paso lento, periódico bajo el brazo, a ser atendido en su trono con la ilusión, de quince minutos, de tener a alguien completamente a sus pies. El negocio de Martín es lo efímero: su negocio es el aroma. Él sabe vender su mercancía, te convence con su sonrisa. Su cabello rubio es larguísimo y bien cuidado; así como lo lleva, atado con una liguita, le llega al final de la espalda. Cuando camina, la cola de caballo se bambolea de un lado a otro, acentuando el ritmo de sus pasos. Lleva su oficina a cuestas: una mochila negra llena de cajas largas y delgadas. Según el color es el olor. En cada una de ellas, hay un tipo de incienso diferente: lavanda, manzana con canela, cedro, vainilla, mirra, jazmín antiguo. Hoy traía novedades: flores de naranjo para atraer la buena vibra, orquídea como afrodisíaco y maderas de oriente para la espiritualidad. Y así vive Martín, de puerta en puerta, contagiando de bálsamos exóticos las más diversas narices. Se despide de mí con un abrazo y me recuerda al personaje principal del El perfume, de Suskind: quizá el único que no emite ningún aroma sea él. por: laura zohn Temas Tapatío Lee También La literatura latinoamericana más allá del “Boom” Descubre el valor de la vida en “Todas las cosas brillantes” Chivas fracasa y queda fuera del play-in tras empate con Atlas en el Clásico Tapatío Atlas vs Chivas • Momentos Destacados • Jornada 17 • Clausura 2025 Recibe las últimas noticias en tu e-mail Todo lo que necesitas saber para comenzar tu día Registrarse implica aceptar los Términos y Condiciones